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Chopos, encinas,... y Antonio Machado

Chopos, encinas,... y Antonio Machado    

Nos dirigíamos al Castillo de Abuelolandia. Ramón montado sobre su caballo Valerio y yo sobre el mulo Mego.  Habíamos subido y bajado dos montañas por un estrecho y sinuoso camino cuando atisbamos un valle. 

Durante el trayecto recorrido por la montaña lo pasé fatal.  No podía evitar pensar en un traspié del mulo que me hiciera caer barranco abajo. Erguida sobre aquel animal, no movía ni un músculo de mi cara, incluso, a veces, cuando cogíamos una curva en el camino, concentrada como estaba en mantener el equilibrio, se me olvidaba hasta respirar.  Ramón iba delante, muy despacio.  Así, obligaba a mi mulo a caminar lento para que yo no sintiera lo abrupto del camino en mis posaderas.  Íbamos callados.  Sólo se oía el jadeo de los caballos en las subidas y el golpear de los cascos sobre las piedras.   Me agarraba a las riendas de Mego como si fuera la cuerda que me ataba a la vida.  Por nada del mundo estaba dispuesta a morir. 

Llegar al Castillo de Abuelolandia se había convertido en mi deseo más fuerte.  Quería ver cómo los viejos enfermos y marginados que habitaban el castillo podían recuperar su sueño de juventud para realizarlo allí.  El sueño que esa gente no pudo realizar en la mejor etapa de su vida,  lo iban a ver cumplido en  sus años finales, en su decrepitud. Ver para creer.

Ya en el valle, cuando el suelo se tornó llano, estiré mi cuerpo sobre la silla de montar, aflojé las manos sobre las riendas e incluso me entraron ganas de platicar con Ramón.  El sol de marzo realzaba el verdor de aquellos prados. Por fin disfrutaba del viaje.

  • - Cejotas, ¿por qué se llama Valerio tu caballo?
  • - En honor a un amigo de infancia que murió joven. -me contestó al instante.

Enseguida llegamos a una vereda que discurría entre la orilla del río y los prados.   El agua del río limpia y clara dejaba a la luz su fondo verdoso.

Valerio, el caballo blanco de Ramón, y Mego, mi viejo mulo negro, también debieron notar el cambio porque su andar cansino se tornó en un trotecillo alegre sobre el suelo cubierto de  hojas amarillas.   ¡Con qué elegancia trotaba y balanceaba Valerio sus doradas crines!

  • - ¡Pobre! ¿Qué fue lo que le pasó? -quise saber de su amigo.
  • - Una noche se acostó y ya no se levantó. Tenía 35 años y la obsesión por adelgazar. Era gordito y eso le acomplejaba mucho, sobretodo ante las mujeres. Tubo la desgracia de perder la cabeza por una mujer que le martirizaba por su sobrepeso. Y él dejó de comer. Su corazón sucumbió a la estricta dieta a que se sometió. -Hizo una pausa-. ¿Sabes? Él también formaba parte del proyecto Abuelolandia, -él, Lendo y yo-, pero murió sin llegar a verlo realizado.

Se espesaba el suelo de hojas secas.  

  • - ¡Qué gusto da pisar este suelo de hojas! Parece que caminamos por una alfombra tejida con lanas de toda la gama de amarillos. Me encanta el color amarillo. -Hice una pausa-. Adivina, adivinanza. ¿De qué árboles son estas hojas?
  • - "Los chopos, cerca del agua que fluye, (...) en su eterno escalofrío copian del agua del río las vivas ondas de plata", -me recitó mi querido cejotas. Luego, añadió-. Es una pena que hagamos este viaje en invierno porque no tienes la oportunidad de darte cuenta de la verdad que encierra el poema.
  • - Te olvidas, mi cejotas, de que de niña viví en un pueblo. Y para que lo sepas, desde la ventana de mi habitación veía las ramas de dos enormes chopos. Y en verano, con la ventana abierta por la noche, me dormía mecida en su... ¿cómo dice el poema?, "eterno escalofrío", no?
  • - Sí, eso dice Antonio Machado del chopo. Y también habla de los eucaliptos, el pino, los olmos... la encina... Es un largo poema que lo titula "Las encinas". "¡Encinares castellanos/ en laderas y altozanos,/ serrijones y colinas/ llenos de oscura maleza, /encinas, pardas encinas; / humildad y fortaleza!". Así comienza el poema. Y sigue con el roble. "El roble es la guerra, el roble / dice el valor y el coraje". "El pino es el mar, el cielo y la montaña..." "Las hayas son la leyenda. /Alguien, en las viejas hayas, leía una historia horrenda de crímenes y batallas..."
  • - ¡Mira, a un lado los chopos y a otro las encinas! -señalé hacia un prado.- ¡Qué hermoso ramillete de encinas!
  • - ¿Ves, Estrella, cómo señorean en medio del campo? Tan redondeadas, tan compactas, sus hojas siempre verdes, sea invierno o verano, haga frío o calor... Escucha lo que dice el poeta: "...ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena,...". Es eterna. Hay encinas milenarias. Cerca del Castillo verás unas encinas enormes que tienen cientos de años.
  • - Te oigo hablar con ese entusiasmo de las encinas y mi padre viene a mi memoria. Recuerdo la veneración con que cuidada las encinas y los robles de un pequeño bosque de su propiedad. Estuvo años intentando que yo supiera diferenciarlos. "¿Esto que es?, ¿encina o roble?", me preguntaba cuando caminábamos en medio de su bosque. Y yo siempre me liaba. Lo que me costó diferenciarlos. La encina es de hoja perenne; los robles pierden la hora en invierno. Ahora ya lo sé. Pero cuando me lo preguntaba mi padre, no sabía si la hoja se le caía al roble o a la encina. "Fíjate en el trono, -se desesperaba-, el de la encina es negro".

De nuevo, se hizo el silencio entre nosotros.  Me sentía extraña cabalgando por aquel lugar tan deshabitado. Sólo llevaba unas horas por aquellas montañas y mi vida en Valencia -más de treinta años-,  quedaba fuera de la realidad, como algo soñado.  Escapaba por las patas traseras de Mego, a modo de tubo de escape, en una espiral que se estiraba y agrandaba en el aire hacia el cielo.  Mis hijos, mi pobre marido, la tienda de ultramarinos, el motocarro, el reloj de pared que trajimos de Suiza, el puesto ambulante de pijamas..., mi nieta.  Todo ello revoloteaba en el aire,  atraído por esa espiral, para perderse en la lejanía y, así, dejar sitio a todo lo que vendrá en esta nueva aventura.

La travesía por el valle tocaba a su fin.  El sendero comenzaba a enfilarse de nuevo entre dos montañas. Íbamos al encuentro de unos nubarrones negros que no auguraban nada bueno.  ¡Mamma mía!  Lluvia, no, por favor.

2 comentarios

sol -

Yo sigo sin diferenciar la encina del roble, ¡y si solo fueran esos!
Me encanta lo que escribes

lucia -

¡Mamma mia¡ Qué textos más hermosos escribe nuestra querida teresa :) por favor cuentame como va todo. ¿sabes mi correo? me encantria volver a hablar como en el curso :) o si no a traves del grupo de correo. Yo hace dias he vuelto a actualizar mi habitacion. pasate si te apatece. ¡un besito muy fuerte¡