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Estrella inicia la aventura

Estrella inicia la aventura

 

Ramón, ¿nunca has tenido curiosidad por saber cómo habría sido tu vida si hubieras nacido mujer?

La idea me surgió de pronto y se la solté.

Hacía un par de horas que había amanecido y diez minutos que me había despertado. El sol se desparramaba por la aridez de los campos de Albacete -¿o tal vez Cuenca?, no estoy segura por donde circulábamos en ese momento-.  Ramón y yo íbamos cómodamente sentados en el espacioso asiento trasero de un taxi en el que una pared de cristal nos separaba del conductor.  El taxista, aislado, conducía el coche con tanta suavidad que debí dormirme antes de salir de la ciudad de Valencia.  Nada extraño, por otra parte, ya que, con los nervios y preparativos del viaje, apenas pude dormir las noches anteriores. 

Despierta, pero un poco soñolienta todavía, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, sin moverme, sin hablar, abrí los ojos y miré por la ventana. Seguí con la vista la morfología del paisaje como si quisiera grabarlo con mi cámara de video.  Al fondo, las colinas de color grisáceo, sombreadas en claro-oscuros y, a ras de carretera, nacían las tierras rojas preparadas para la siembra que se prolongaban hasta las elevaciones. Contemplaba, adormilada, el paraje, escudriñándolo, como un perro sabueso en busca conejos que cazar. 

Vestida con pantalón de cordura,  forro polar y botas de montañera, era evidente que dejaba atrás la ciudad y mi interés por lo que en ella ocurría, e iniciaba una nueva etapa de senderos embarrados, altozanos, tierras sembradas, corzos que te asaltan en el camino y... vaya usted a saber cuantas sorpresas más encontraría en mi itinerario al Castillo de Abuelolandia.

Y, así, con esa vestimenta, transformada en medio hombre, quise imaginarme a Ramón de mujer y, como no lo conseguí, surgió la curiosidad y la pregunta.  Ramón dormía.  Al hablarle, le desperté.

- ¿Qué? ¿Qué dices?

- Que si en vez de hombre, hubieras nacido mujer, ¿cómo crees que habría sido tu vida? -me echó una mirada sesgada de abajo a arriba, antes de contestar.

- Vaya preguntita, ¿no? ¡Ufff! No sé. Supongo que mi vida no habría sido muy distinta de lo que fue la tuya.

- Pues, también, vaya contestacioncita la tuya. No te has molestado en pensar nada. Eso no vale. Venga, di.

- Y, ¿tú? Dime, tú. ¿Cómo te imaginas que habría sido tu vida si hubieras nacido hombre?

- ¿Yo? Déjame pensar. -Hice una pausa-. Yo habría sido un aventurero.

- ¿Sí?, mi cejitas -me besó mis cejas blancas.- ¿Un aventurero?

- Sí, cejotas, sí. Un aventurero. Para viajar por países exóticos y conocer esas chicas de los cuadros de Gaugin. Durante años las contemplé en el Bar Larande y me parecían algo mágico. Conocer esas chicas, dormir la siesta en parihuelas, bajo la sombra de dos cocoteros y..., quién sabe si también me habría dedicado a pintarlas como hizo ese pintor.

- Pero eso también podrías haberlo hecho siendo mujer...

- ¿Síii...? ¿No te acuerdas cómo eran las cosas en España hace unas décadas? Las mujeres sólo salíamos de casa de nuestros padres para entrar en la casa de nuestros maridos. -Me quedé un momento pensativa.- En realidad, -continué-, ni se me habría ocurrido hacerlo. Aprendía de mi madre a limpiar la casa, cocinar, cuidar de los mayores, limpiar la pocilga de los cerdos..., ya sabes. Aprendía a ser una mujer de provecho.

- ¿No puedo creer que sólo para conocer un país exótico te habría gustado ser hombre? ¿Quién te impide ir allí? A Tahití, a las Islas Polinesias... Desde hace años, las mujeres en España sois autónomas. Seguro que allí habrías encontrado un montón de hombres dispuestos a espantarte las moscas mientras descansabas en tus parihuelas.

- La vida aventurera se lleva de joven o no se lleva. Después, nos volvemos temerosos, acomodaticios, sin dinero no viajamos. Y yo nunca he tenido de sobra. Y, además, a mí no me gustan esos hombres tan negrotes..., parecen muy brutos, salvajes. Nada que ver con sus mujeres, tan lindas, tan delicadas. Van semidesnudas y no les avergüenza hacerlo, su cuerpo lleno de flores y de color , adornadas con coronas, collares, pulseras... Ves sus caras, serenas, inocentes, sus ojos negros brillantes, sus ademanes suaves, y sólo con tenerlas cerca te hacen sentir esa placidez que parecen poseer. Te trasmiten su felicidad.

- A ver si va a resultar que vas a ser lesbi...

- Ni se te ocurra decirlo, cejotas, ¿eh?... Y ya me has llevado a donde no quería. Ahora dime tú. Te toca a ti. ¿Cómo te ves de mujer? Venga, di.

- ¿Yo? Pues mira. Habría ido a las Islas Polinesias, tomaría el sol desnuda para ponerme tan morena como las mujeres de allí. Me dejaría crecer la melena que teñiría de negro azabache, me adornaría con flores el pelo, el pecho, los tobillos..., y, bajo la sombra de un cocotero, me habría dedicado a esperar a un hombre, un tal Estrello, que iba a llegar de España para encandilarle con mis encantos... ¿Qué te parece?

- Que eres un embustero, -le dije antes de estamparle un beso en cada una de sus cejas y pellizcarle la punta de la nariz.

- Menudas fantasías tienes en la cabeza, Estrella..., que luces con luz propia.

- ¡Es lo mismo que me dijo mi hijo en la carta! ¿Te acuerdas? "Estrella que luces con luz propia".

- Porque tu hijo Vicente tiene algún poder mental heredado de ti. Intuye que eres una mujer especial, que comienzas una nueva etapa en tu vida. La vida no acaba con la vejez. Eso es mentira. Existe un lugar donde es posible volver a empezar, hacer aquello que, por las circunstancias de la vida, tuviste que renunciar. ¿No tienes curiosidad por saber qué te espera en el Castillo de Abuelolandia?

- Tengo que hacer una parada, -cortó la conversación el taxista.

Después de media hora de descanso en el área de servicio, que aprovechamos para orinar y tomar un café, volvimos a emprender el viaje.  Cruzamos Cuenca y en Guadalajara paramos a comer.  Por la tarde, seguimos haciendo kilómetros en dirección norte, nos adentramos en la provincia de Burgos, tan larga, tan sin fin... y ya no tuve conciencia de haber salido de ella.

De noche, paró el taxi en un pequeño pueblo llamado Opio, frente al único edificio en el que había luz.  Allí bajamos del taxi, cogimos nuestro equipaje y buscamos la puerta para entrar. 

"Caballerizas y Fonda Avelino", decía el letrero iluminado.

-   Desde aquí continuaremos el viaje a caballo, -me explicó Ramón.

 

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