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La persiana del cielo

La persiana del cielo

 

Atrás quedó el valle y el placer de disfrutar de su bello paisaje y de los poemas de Antonio Machado.  De nuevo volvíamos a la montaña.  Nos adentrábamos en la serranía cuando un viento, como mano invisible que cerraba la persiana del cielo, nos trajo, rápidamente, las nubes negras del horizonte.   Los mulos estaban inquietos, caminaban retraídos. Y justo cuando íbamos a tomar la curva en la subida a una peña, un rayo se apareció ante nosotros y el caballo de Ramón, que iba delante, se encabritó al borde del barranco. 

La caída libre del precipicio era de más de cien metros.    Mi mente, que va más deprisa que la realidad, vio caer, a mi cejotas con su caballo blanco, y dar golpes contra la cortada de piedra, hasta quedar despanzurrados, los dos, entre los matojos que crecían junto al arroyo.  En un instante lo vi muerto.

Mi boca se abrió para chillar pero ningún sonido salió de mis cuerdas vocales. No era momento de histerias sino de actuar.  Debía inmovilizar a mi mulo y lo hice.   Ramón, dando muestras -una vez más- de sus habilidades, no sólo aguantó encima del caballo sin caer, sino que lo dominó hasta hacerle recuperar su posición a cuatro patas sobre el sendero. Y, además, por si eso fuera poco, controló también a la mula rubia con la carga que, atada a la silla, se vio arrastrada por el caballo.

  • - Tenemos que llegar al túnel antes de que empiece a llover. Está muy cerca de aquí. -Lo dijo con absoluta naturalidad, como si no hubiera pasado nada, aunque su acelerada y ruidosa respiración delataba el esfuerzo.

"¡Arre", le dije a mi mulo.  Y se puso en marcha.

En cuanto doblamos el siguiente recodo, al fondo, como una diadema verde con pedrería, estaba la boca negra del túnel cubierta de hierba y rocas.  Sobre él, como dos antenas destacaban dos árboles.  Llegamos allí vitoreados por una mascletada de fuegos de artificio y ruido de truenos digna de estar entre las mejores mascletás de las Fallas de Valencia. Había comenzado a llover.  Ramón se bajó de su caballo y yo intenté hacer lo propio con mi mulo.  Pero, ¡ay!, imposible mover mis piernas.

  • - Ramón, ayúdame a bajar de aquí. Creo que no puedo moverme. -Del agobio que me entró, noté un sofoco digno de los mejores momentos de mi entrada en la menopausia.
  • - Espera un momento. Ato mi caballo y la mula y te ayudo.

Mientras esperaba, volví a intentar bajarme sola.  El dolor de ingles y la flojera de las piernas me lo impedía. Qué incómodo estaba resultando aquel viaje.  Y qué poco tenía que ver con la imagen idílica que me hice el día que Ramón llamó a la puerta de mi casa y, al abrir, me dijo:  "Dame un beso y te llevaré, al lomo de mi caballo blanco, al Castillo de Abuelolandia".

  • - ¿Has acabado ya de atar los caballos? -me exasperaba seguir sobre aquel mulo negro, viejo y manso. Mi voz, en aquel lugar, rebotó airada,
  • - No es fácil atarlos -me contestó pausado. A veces su tranquilidad me sacaba de quicio.- No encuentro la manera. Aquella rama que asoma en la entrada parece demasiado fina. Voy a buscar una piedra.
  • - Te vas a mojar -le dije como si él no supiera que llovía.- ¿Y no podrías bajarme de aquí antes de ir a buscar la piedra? No creo que con la tormenta que está cayendo quieran escapar los caballos...
  • - No es que quieran escapar, es que cualquier rayo o trueno puede asustarlos y hacerles echar a correr alocadamente. Mira lo que pasó con Valerio. -Hizo una pausa. Debió recapacitar porque, a continuación, dijo- Vale, Estrella. Te ayudo. Ven. Échate a mis brazos. -Al poner sus manos sobre mi cintura, me dio un beso en mis pobladas cejas blancas que me supo a miel.

Me abracé a su cuello, besé también sus cejas blancas, más largas y rizadas que las mías, y dejé mi cuerpo muerto.  Ramón me apretó con fuerza la cintura para descabalgarme de aquel pacífico mulo. Al instante noté un chasquido de ingles y un dolor que bajó por mis piernas hasta  los dedos de mis pies.  Sin ningún miramientos, me dejó en el suelo y marchó en busca de la piedra.

- Vigila el caballos y los mulos. - me dio las riendas. 

 Me quedé de pie con dolor de todo. Los caballos me llevaban de acá para allá, encaprichados con los charcos que se formaban entre las piedras.  Y yo, entumecida, me movía como un orangután en el zoo. A veces, cada animal tiraba para un lado y yo aguantaba las correas, dividida, como podía.  Eso sí, sin perder de vista la ramita de la entrada al túnel por donde vi desaparecer a Ramón con su impermeable rojo.

Pasaba el tiempo. Aquella espera se me hacía eterna.  Desesperada, en aquella oscuridad y silencio roto por la tormenta, grité:

  • - ¡Ramón!.

Como respuesta, un rayo atravesó la ramita, le prendió fuego y la hizo saltar por los aires.  Mis mulos y yo nos asustamos, relinchamos, nos encabritamos y salimos corriendo hacia la otra boca del túnel.  Esta vez el cuadrúpedo que se desmadró fue la mula con la carga.  Dio un fuerte tirón y escapó.

  • - ¡Rubia! ¡Rubia!, -le grité-. ¡Quieta, quieta! ¡Sooo...!

A tientas, tirando de los otros animales, la busqué.  Otro rayo iluminó el lugar y, de otro susto, la mula se quedó paralizada. ¡Gracias a Díos!, me dije al alcanzarla. Nerviosa y atemorizada por la situación, a acariciar los animales, necesitaba sentir su calor. Si hace dos meses, en el mercadito ambulante de venta de pijamas, una adivina me relata esta escena, me habría reído de ella a carcajada limpia.  Y sin embargo, estaba allí, en aquel túnel oscuro, en medio de una fuerte tormenta, sola y con tres caballos a mi cargo.  Esto es una prueba evidente de que el futuro es impredecible; de que, en él, cabe todo, por inverosímil que parezca.

Más tranquila, arrastré  la caballería hacia la otra entrada del túnel, por donde había salido Ramón.  ¿Le habrá alcanzado el rayo?, me pregunté. 

-  Ramón, ¿dónde estás? -iba diciendo.

De pronto, me pareció ver que, donde el rayo destrozó el árbol, algo se movía.

  • - ¡Ramón! ¡Ramón!

Nadie me contestó.

Ante mí apareció la figura de una mujer. No pude distinguir su cara pero, sí, su pelo...  suelto, largo, lacio y mojado. En la mano llevaba un paraguas color amarillo.

"Un fantasma o un alma en pena", pensé.

Fueron tantas los sentimientos y emociones que experimenté en tan corto lapso de tiempo que ha no sabía si sentía dolor, miedo, rabia,... o el fin de mi vida. 

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