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Las mariposas de Juan Ramón Jiménez

Las mariposas de Juan Ramón Jiménez

 

Se había hecho la hora de comer, así que, en cuanto avistamos un collado con una explanada donde poder descansar a gusto, paramos.  Era un hermoso paraje verde rodeado de cumbres rocosas con una laguna en medio.  Después de varios días de viaje a lomos de mi mulo Pego ya estaba muy familiarizada con él, del que descabalgué con tanto brío como Ramón de su caballo blanco.  Fue él quién se encargó de acercar a los jamelgos a la laguna para que bebieran agua, los ató a un árbol y esparció algo de follaje por el suelo para que comieran.  Mientras tanto, saqué de uno de los cestos de la mula de carga la bolsa donde estaba la comida y lo dispuse todo, sobre el mantel, en una zona de hierba limpia. 

Aunque el día estaba nublado, la temperatura era agradable debido al suave viento del sur que venía de África.  Así que, después de comer, tirados en el suelo, descansábamos todos, incluso la caballería, aunque las moscas y algún abejorro que otro, incordiaban un poco. Ramón sentado, con la espalda apoyada en el tronco de un pino, de cara a la laguna, leía un libro; y yo, desde aquella atalaya, sentada estratégicamente al borde del collado, contemplaba la ladera norte que llevaba al valle.  Durante un rato observé como un pastor y su perro, que por lo grande y blanco parecía un mastín, cercaban y encarrilaban, entre gritos y ladridos, al rebaño de ovejas para llevárselas de allí.  El perro solito tuvo que devolver al rebaño más de una oveja despistada, y sin hablar ni pegar con la vara -cosa habitual entre los humanos-, lo conseguía a base de ladridos y movimientos alrededor de la oveja descarriada. 

Contemplé la escena en la quietud de la tarde hasta que desaparecieron de mi vista, luego, me volví a mirar a Ramón que seguía  enfrascado en la lectura de su libro.  Con cierta envidia por su capacidad de estar siempre entretenido, me acerqué a él.

- ¿Qué estás leyendo? -interrumpí.

Se había quitado las botas y los calcetines y arremangado los pantalones para que les diera el aire a sus pies.  Tenía unos abultadísimos juanetes y me hacía de cruces porque decía que no le dolían.  ¡Que hombre!  Mi juanete, la mitad de abultado que el suyo,  había días que me dolía a rabiar.

- "Platero y yo", de Juan Ramón Jiménez. ¿Te suena? -me contestó.

- ¡Uf, qué royo! Recuerdo que en la Enciclopedia venía algún trozo de ese libro. Juan Ramón Jiménez, junto a un tal Echegaray, decía la maestra, eran los únicos escritores españoles que habían recibido el Premio Nóbel de Literatura.

- Ahora hay más.

- Ya sé. Ya sé que le dieron el premio al Cela ese. Desde que se casó con la Castaños se me hizo tan antipático que me irrita solo el nombrarlo.

- Y Vicente Aleixandre... También a él le dieron el premio.

- ¿Quién es? No me suena de nada.

- Fue un poeta como Juan Ramón Jiménez. Pero más simbólico.

- Pues, ni idea. De ese, ni idea. En cambio, Juan Ramón Jiménez sí me suena. Me acuerdo que leí un..., un... ¿cómo se dice?

- Un poema.

- Recuerdo que leí un poema de "Platero y Yo". Incluso creo que lo releí otra vez, por si me estaba perdiendo algo bueno que todo el mundo era capaz de encontrar menos yo. Pero, aunque lo intenté, volvió a parecerme una patochada. Un burro gris, viejo y feo; unos niños pobres que corrían por el campo..., ¡vamos!, una patochada.

- ¿Cómo puedes llamar patochada a esta obra? Juan Ramón Jiménez fue coetáneo de Antonio Machado, Azorín,... que cantaban al campo de Castilla. ¿No te gustaron los poemas que te leí el otro día de Antonio Machado?

- Es que leídos por ti suenan de una manera tan linda... -exclamé.

- Pero, ¿qué pasaba? -continuó diciendo Ramón-, que Juan Ramón no era castellano sino andaluz y sus tripas le pedían cantar a Andalucía y no a Castilla. Por eso, cuando de mayor volvió a Moguer, su pueblo, empezó a recordar su infancia, observar los cambios que se habían producido en su pueblo, las gentes, los ríos teñidos de rojo por la mina, los pájaros, las mariposas...; y, de ahí, fueron naciendo pequeños poemas en prosa. Y cuando los juntó todos, le quedó una obra con tanto lirismo y ternura, que trascendió más allá de las fronteras españolas. Hoy se lee en el mundo entero.

Según iba hablando Ramón, la luminosidad de sus ojos, la dulzura de su voz, me fueron enterneciendo hasta sentir la necesidad de estar más cerca de él.  Me senté a su lado dispuesta a escuchar embobada.  Mientras esperaba a que me recitara algo, me rascaba mis cejas canosas -que perdieron el color después del disgusto que me produjo la muerte de mi marido hace ya cuatro años-, besé su coronilla calva,... pero debía estar esperando que yo dijera algo porque, al ver que no le hablaba, me miró y dijo.

- ¿No dices nada?

- ¿Yooo...? Estoy esperando a que me recites algo.

Entonces, maravillas de la naturaleza, sobre la punta del dedo gordo del pie de Ramón se posó una mariposa con la misma confianza con que lo habría hecho sobre la rama de una zarza en la cuneta, o sobre una piedra en el camino, o en una flor. Con lo huidizas que son con los humanos, a Ramón, por el olor a caballo que tenía, debió confundirle con algún montón de estiércol.

- No te muevas, Ramón. -Dije bajito a su oído.- Fíjate que mariposa más bella, azul turquesa, mi color preferido. Mira cómo se frota las patitas delanteras. No respires, espera un poco para que no se asuste. Quiero que despliegue sus alas, quiero verlas extendidas. A veces se dibujan, en ellas, rayas negras o lunares amarillos... ¡Oh, qué pena! Voló. Ese horrible abejorro la espantó.

- Veo que a ti también te gustan las mariposas.

- ¿Y a quién no? -respondí sin tener que pensar.

- Juan Ramón Jiménez también tenía una debilidad especial por las mariposas. ¿Quieres que te lea un poema?

- ¿De mariposas? ¿No escribe todo el rato del burro y niños?

- Pues, no. Cuenta otras muchas cosas.

- ¡Ah!

- ¿Te lo leo? -asentí con la cabeza-. Se titula "Madrigal" y dice así:

"MÍRALA, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista, tres vueltas en redondo por todo el jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son dos mariposas; una blanca, ella, otra negra, su sombra.

Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.Platero, ¡mira qué bien vuelta! ¡Qué regocijo debe ser para ella el volar así! Será    como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso. Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creerá que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.

Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio!"

- ¡Qué bonito suena! Pero no creas que lo he entendido todo bien. ¿Me lo lees otra vez?

Ramón leyó otra vez el poema. Lo hizo despacio y desplegaba un regocijo tal que parecía que él era quien hablaba a Platero. ¡Ummm...!  Saboreé el poema en dosis pequeñas, como me lo iba sirviendo mi querido cejotas -sus cejas también eran blancas pero más largas y rizadas que las mías-. No me extraña que digan cosas tan bonitas de las mariposas, pensé.  ¡Qué belleza! Volátiles flores de un día, viven, sin un ápice de vanidad, ajenas tanto a su belleza como a la admiración que causan en los seres humanos, los poderosos y terribles amos del mundo.

- Sabes, Ramón, a mis cincuenta y muchos años, con este viaje por el campo, los bosques y las montañas, con sus insectos, pájaros, flores, mariposas, ovejas,... es como si estuviera redescubriendo un mundo nuevo. Nuevo y maravilloso mundo que olvidé cuando escapé de la miseria que me esperaba en mi pueblo natal y emigré a la ciudad. Si que, a veces, cuando ponía la televisión, veía lagos rodeados de montañas, leones que cazaban gacelas para comérselas, o tortugas que recorrían muchos kilómetros para ovar y, luego, los dejaban allí y se echaban al mar, pero lo veía ajeno a mí, cosas que pasaban en la tele.

- Mi amor, mis cejitas -me las besó-, todo lo que sale en la televisión es porque el ojo humano ha sido capaz de captarlo. Somos incapaces de ir más allá de lo que hayamos experimentado. Todo eso que has visto en la tele, en algún lugar del mundo ha ocurrido.

Una manada de vacas pelirrojas capitaneadas por otra de color blanco venían derechas a nosotros.  Eran vacas que vivían en el monte.  El aire que llegaba del sur debió de llevar hasta ellas olor a personas y comida y vinieron derechitas a por nosotros.  ¡Qué pesadas se pusieron!  Parecían empeñadas en comer cualquier cosas de las que llevábamos como el libro o la bolsa con restos de la comida, e incluso a nosotros mismos,  así que, hartos de jalearlas para que se fueran sin conseguirlo, emprendimos la marcha de nuevo. 

Cuando ya las perdimos de vista y cabalgábamos tranquilos por un sendero con cerezos en flor, me preguntó Ramón.

- Después de haber escuchado ese poema, ¿sigues pensando, Estrella, lo mismo de "Platero y yo"?

- Lo que pienso es que de niña no estaba preparada para leer ese libro. No sé porqué decían que era un libro para niños. De niños pensábamos en jugar con otros niños, en encontrar nidos de pájaros que estropear, o en la huerta en que entraríamos a robar la fruta, los guisantes o los tomates. No estábamos para ternuras y lirismo. Para eso creo que se deben cumplir años y haber superado, de forma sana, difíciles etapas de la vida.

- Pensándolo bien, creo que tienes razón. A mí tampoco me parece un libro para niños. -Hizo una pausa.- Estrella, me tienes admirado por lo rápido que aprendes. ¡Para que luego digan que pasados los cuarenta, los mayores no somos capaces de aprender y resultar útiles para la sociedad!

1 comentario

msdea -

orrible porqueri de web