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La foto y el apretón.

La foto y el apretón.  

Protegida tras un árbol de grueso tronco, en cuclillas y a pantalón y braga bajados, hacía mis necesidades mayores.  Tenía en la mano un pañuelo de papel para limpiarme cuando acabara pero, antes de usarlo, cuando estaba desplegándolo, una ventolera que llegó sin avisar me lo arrancó de las manos y se lo llevó volando con ella.  Era mi único pañuelo de papel.  "¿Qué hago, con qué me limpio el trasero ahora?", me pregunté mientras miraba en derredor en busca de algo me que sirviera.

Lo que encontré fueron hierbas, hierbajos, ortigas, zarzas y la planta crecepelos que podría servirme, dado lo largas y anchas que eran sus hojas, aunque, si no recordaba mal, raspaban un poco.  De niña las usé más de una vez cuando correteaba con otros niños por el campo y, de pronto, me daba un apretón.  Era la  planta que cuando llovía se empozaba el agua en ella y, si te lo pasabas por la cabeza, ejercía el milagro de hacer que el pelo creciera más deprisa. No sé qué había de verdad en esa creencia que yo, por supuesto, practicaba.

No tenía otra elección que coger un par de hojas de esa crecepelos. Con una mano en el pantalón para separarlo de mi trasero, y las piernas flexionadas, me desplacé un poco para alcanzar, sin dificultad, la planta de hojas anchas y largas. Iba a cortar la hoja más grande que encontré cuando otra racha de viento vino a traer en esta ocasión, en vez de llevarse, un papel que quedó pegado como una máscara veneciana sobre mi cara. Pensé: "Díos me lo quita y Díos me lo da". 

Me lo retiré de la cara, era una página llena de color desgajada de una revista. Llevaba tanto tiempo agachada que ya no aguantaba más en esa postura y quería limpiarme el culo de una vez y acabar. Iba a doblar el papel por la mitad  para manejarlo con más comodidad cuando vi la imagen bellísima de una joven modelo que me paralizó e hizo desplegar mis labios en un "¡oh!". Aquella foto me atrajo como el imán atrae al metal, no podía dejar de mirarla.  La sensación que me producía la visión de aquella foto era como si estuviera ante los prolegómenos de mi noche de bodas o escuchando el aria "Un bel di vedremo".  Me preguntaba una y otra vez, ¿porqué me produce esa sensación de placidez?.  Pero no encontraba la respuesta.

  • - Estrella, -me gritó mi inseparable y amado Ramón desde el camino donde se había quedado al cuidado de los caballos.- ¿va todo bien?

Las piernas se me habían dormido y me producían un hormigueo que casi me obligaban a saltar alrededor de mi mierda como indígena de tribu africana alrededor de la hoguera, pero seguí conectaba a aquella cara de porcelana con enorme lazo rosa sobre su pelo negro con que me obsequiaba aquella hoja perdida de revista.  La miraba. Buscaba en ella la respuesta a la emoción que me embargaba.  Su aspecto oriental, los polvos de arroz en la cara, el lazo sobre la cabeza...  Y, de pronto, un nombre.  Madame Butterfly. "¡Claro!, me recuerda a la ópera de Puccini, Madame Butterfly" y su canción "Un bel di vedremo". Era la única ópera que tenía -me la autorregalé cuando cumplí mis cincuenta años-, la escuchaba cuando mi marido estaba en la tienda y mis hijos en el colegio.  Colocaba el disco en el compac-disc y a limpiar. Mis brazos con bayeta en mano se movían por los cristales de las ventanas y los azulejos de la cocina como yo imaginaba los movería una geisha japonesa. Madame Butterfly me enamoró desde que vi una película por la televisión que contaba la historia: en parte, representada en el escenario y, en parte, como una historia real, sin dejar de sonar la música de su creador, Giacomo Puccini. Me dejó impresionada por la dulzura de aquella mujer, por la dulzura de la música, por la historia que contaba, tan triste, como tristes son todas las historias de amor de las geishas, y me compré el disco.

  •  -   ¿Estrella? -volvió a gritar Ramón.
  • - ¡Ya voy! -contesté a gritos tras el grueso tronco de árbol.

 Las piernas me temblaban, mi cuerpo lo aguantaba inclinado a base de meter codo en el muslo, levantar el brazo y colocar mi sien en el puño, pero allí seguía sin saber qué hacer.  Bueno, me decía, ¿me limpio con este papel o no?  No, me respondía al instante.  No quiero sentirme culpable por destruir una foto tan bella.  ¿Acaso estropearía un cuadro de Picasso o de Goya?  ¿A qué no?  Pues ésta imagen tampoco. Vale, de acuerdo, seguía con mi diálogo interior, y entonces, qué.  ¿No me limpio?

¡Oh, bella mujer!, volví a mirar la foto, ¿porqué te miro y pienso en Madame Butterfly?  ¿Qué tienes tú que ver con ella?  Y, antes de terminar de decirlo, lo vi claro.  La mariposa. Vi la mariposa en su cara y la sombrilla en su cabeza. Los ojos maquillados eran las alas multicolores de la mariposa; sus cejas negras, las antenas; y la flor tan desproporcionadamente grande y ladeada, producía el efecto de la sombrilla de la geisha.

  • - Estrella, -volvió a interrumpir Ramón harto de esperar en el camino-, ¿necesitas ayuda?
  • - Sí, Ramón. Por favor, acércame un Klinex, que voló el que traje.

Tanto dar vueltas al tema de limpiarme el trasero, con las piernas ya que no las siento, para terminar diciendo:  "Ramón, tráeme un pañuelo de papel".  Se me podía haber ocurrido antes, ¿pero?, así son las cosas de la vida.  Las respuestas llegan cuando llegan y, por supuesto, siempre sin avisar.

Mientras esperaba a Ramón doblé la foto de ese rostro, mitad mujer mitad mariposa, con mimo y la guardé en un bolsillo interior de mi anorak junto a mi corazón, con intención de volver a ella como vuelvo y vuelvo a escuchar la ópera de Puccini y emocionarme con ella sin ningún hastío ni cansancio.

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