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Cena de despedida.

Cena de despedida.

   

-         Son las diez.  A estas horas...  mi hijo ya no viene. -Dije cuando revolvía, en la cocina, una cazuela de chipirones en su tinta.  El plato preferido de Antonio.

-         Tranquila.  No pierdas el ánimo, -me contestó Ramón, que repartía un surtido de embutidos ibéricos en los platos, en la mesa.

-         Si ya sabía que iba a pasar esto.  Os hice caso a ti y mi amiga Sayil.  Habla con tu hijo antes de irte, llámale por teléfono, invítale a cenar...

-         Como madre, era lo menos que tenías que hacer..

-         Pues, ya ves, lo hice...  y, ¿qué me contestó?   Que... ¡ufff!... que llega muy tarde a casa... que no sabe...

-         Pues, si no puede..., no puede.  Por eso, ni tienes que martirizarle... ni  martirizarte...  

-         Es que..., de verdad... ¡con el amor con que le crié! -Rompí a llorar.

-         ¡Oh, mi amor! ¡Mi cejitas!  No te pongas así... -se levantó de la mesa y se acercó para acariciarme-.  Cenaremos solitos a la luz de las velas.  Celebraremos nuestra despedida de forma íntima...  e, incluso, brindaremos con Cava.  Aunque mi frágil corazón se resienta.

-         Ese hijo, mi Antonio... -seguí diciendo sin escuchar a Ramón-.  Absorbido por su trabajo, sin un día de descanso... siempre malhumorado en casa...  No sé cómo le aguanta Lucía.

-         Porque le quiere y, seguramente, le entiende...

-         Menos mal.  Porque no quiero ni pensar que sería de mi hijo si ella le abandonara.  Con ese carácter... tan avinagrado..., tan desbordado por los acontecimientos.  Tan desgraciado por el simple hecho de que, peinándose, se rompió una púa del peine o porque se retrasó diez minutos en la entrega de algún pedido...

-         ¡Olvídate, Estrella!  No sigas por ahí.  No digas cosas de las que mañana, avergonzada, te duelas.  ¡Disfrutemos de nuestra última noche en Valencia!  De madrugada emprenderemos viaje a otro mundo que nada tiene que ver con éste.  Disfrutemos por última vez de él.  Voy a poner tu mejor mantel en la mesa y sacaré esa cristalería que, por lo que me contaste, está a la espera de una buena ocasión para ser usada. 

-         Tienes razón, cejotas.  Al fin y al cabo, mi hijo tiene su vida y yo tengo la mía.  ¡Celebremos nuestra despedida a lo grande!  Y cenaremos con Cava.  Un día es un día. Mientras tu pones la mesa, yo asaré a la planta unas gambas carísimas que compré a la usurera Paquita...

No habían pasado cinco minutos cuando sonó el timbre.  Echaba la sal gorda sobre las gambas en la plancha.

-         Ramón, ve a ver quién es.

-         Mejor tú..., igual es la cotilla de la vecina del segundo...

Un poco contrariada por tener que dejar las gambas al fuego con riesgo de estropearse, fui a abrir la puerta.

-         ¡Antonio!  ¡Lucía!  ¡Qué alegría!

-         ¿A qué pensabas que no vendríamos a despedirnos?

 

 

  

Estrella recibe carta.

Estrella recibe carta.

 -         Ramón, he recibido carta –grité nada más abrir la puerta de entrada a casa.

-         ¿De quién? –me contestó desde la cocina-         De mi hijo Vicente.  ¡Ummm..., qué bien huele a pollo asado!  -dije yendo hacia él-.  ¿Has visto qué rápido ha contestado?  No se parece a su hermano que vive aquí cerca y no se molesta ni en venir a visitarme...

-         Pues, ve tú a verle.

-         No pienso ir más veces a verle.  Cada vez que voy a su casa vuelvo con un disgusto tan grande que necesito tres días o más para quitarlo.

-         Entonces, no te quejes de que no te visita...  ¡Anda!  Abre la carta.  A ver qué nos cuenta.  Lee.   

Destrocé el sobre para sacar la carta y, por poco, rompo una foto que cayó al suelo.  Era mi nieta.  ¡Que rica!  ¡Está para comérsela! Le enseñé la foto a Ramón 

-         ¿A qué se parece a mí?

-         Sí, cejitas mías,  tiene las cejas tan blancas, tan iguales a las tuyas que parecéis gemelas...

-         ¡Mírale, qué graciosillo!

-         ¡Anda, anda!  No te enrolles y empieza a leer. 

 Querida madre,  

Estrella que luce con luz propia, eres una auténtica caja de sorpresas, ¿lo sabías?  Si pretendías sorprendernos a Merche y a mí con tu inesperada carta, tengo que decirte que lo has conseguido.

 Te escribo sentado al volante del autobús en la parada del final de trayecto ya que, a estas horas de la mañana, debido al poco tráfico y pocos pasajeros, hago el recorrido de la línea rápidamente y dispongo de unos minutos para responderte.  Espero que llegue la carta antes de que dejes Valencia ya que, no sé si por olvido o intencionadamente, no me pusiste en la carta la dirección de ese lugar de fantasía que parece te ha prometido tu amigo Ramón. 

¡Cuánto cambio de vida, madre! ¡Y de carácter!  Tan resuelta, tan decidida..., ahora.  Echo la vista atrás, a los tiempos en que, junto a papá, sacabas adelante la tienda de ultramarinos y nos criabas a tus hijos...  Lo hacías de forma callada, sumisa, con buen gesto, como si disfrutaras con todo lo que hacías.  Y eso que el mal genio que a veces sacaba papá era como para intimidar y acabar con la paciencia de cualquiera. 

Con tus cincuenta y pico años superaste un cáncer de mama, tuviste que cerrar la tienda porque los centros comerciales se llevaron toda la clientela, te enfrentaste al cáncer de pulmón de papá...  Luego, tu depresión, la pequeña pensión de la Seguridad Social que apenas te servía para pagar la luz y poco más y, de pronto, aparece en tu vida Ramón.  Ese que era tu vecino y nunca hasta ese momento te habías fijado en él.   Parece de película.  Pero, por lo visto, él sí que se había fijado en ti y te seguía los pasos, no?  Él fue quién te informó del puesto vacante como vendedora ambulante.  Te compraste un motocarro y, ¡ala!, a vender pijamas por los mercados.   

Y cuando ya creíamos que tu vida iba a seguir por esos derroteros hasta que te llegara la fecha de la jubilación, das una vuelta de tuerca más y... nos sorprendes con la noticia de que tienes pareja y que te vas a vivir con él.  Abandonas Valencia, tu querida Valencia, para ir con Ramón a su casa lejos de la ciudad.  No nos dices a donde vas exactamente.  Porque eso que nos dices de que “iremos sobre el lomo de un caballo blanco hasta el Castillo de Abuelolandia”, es una forma de hablar, ¿no?  Cuando estés instalada, llámanos por teléfono o escríbenos para darnos tu nueva dirección. 

No sabes cuanto te admiro y me alegra tu valentía, mamá.  Nunca dudé de tu capacidad para salir adelante desde la muerte de papá.  De lo contrario, nunca me habría alejado de ti.  No te habría dejado sola.  En vez de ser yo quién vino a Bilbao, hubiera tenido que ser Merche,  si me quería, quién habría que tenido que ir a Valencia.   Eres una madre “cañón”. Mientras otras viudas, a tu edad, tiran la toalla y se quedan entre antidepresivos e hijos que las llevan y las traen de casa al médico y del médico a casa, tu comienzas una nueva vida.  No sabes cómo te alaba Merche, sobretodo cuando está con su madre.  La pobre cada día está más deprimida, quejándose de que nadie la hace caso y amenazando constantemente con que cualquier día hará una locura. Cuando Merche vuelve a casa después de pasar la tarde con su madre, siempre me repite la misma cantinela:”Vaya suerte que has tenido con tu madre”.  

Por lo demás,  por aquí todo sigue igual salvo lo de ETA.  Cuando ya nos habíamos acostumbrado a caminar sin la espada de Damocles de los atentados terroristas, nos ha caído un jarro de agua fría con la explosión de la furgoneta en el parking del aeropuerto de Madrid. Aunque he de confesarte que, desgraciadamente, lo esperábamos. 

 ¿Te acuerdas del autobús que quemaron hace días en Santuchu?   ¿Recuerdas que asustada me llamaste enseguida por teléfono para saber si me había pasado algo  y te dije que fue a otro compañero al que le pilló?  Menudo susto pasó el hombre, enfrentado a aquellos críos con pañuelos en la cara, cócteles molotov en las manos y mucho odio en los ojos.  Al día siguiente, en cocheras me lo contó.  Y al terminar me dijo:  “Esos no van a tardar mucho en asesinar a alguien”. 

Y así ha sido. El día del atentado, los pasajeros que subían al autobús parecía que iban de funeral.  Con el gesto de la cara contraído, silenciosos, cabizbajos y tal vez un poco avergonzados de tanto dar la nota los vascos.  Cuarenta años de terrorismo son ya muchos años.  Por lo menos eso me parece a mí que llevo viviendo aquí pocos años y sin embargo tengo la sensación de llevar toda la vida  soportándolo.  ¿Sabes? Esa mañana, una niebla de tristeza se cernió sobre Bilbao y todavía,  al día de hoy,  no se ha disipado. 

Merche te manda recuerdos.  Pregunta qué cuando vendrás a visitarnos.  Y la niña está muy grande ya.  Dice “pa-pa” y le encantan los bombones Ferrero Roché.  Ayer, mientras la madre comía un par de ellos, la niña se echó a por ellos de forma compulsiva,  y, al no dejarle salirse con la suya, lloró llena de rabia.  ¡Con sólo ocho meses que tiene!  Fue muy gracioso verla.  Te mando una foto para que te hagas una idea de cómo está. 

 ¡¡Uuuyyy!!  Se me ha pasado el tiempo volando.  Ya voy con retraso... 

Lo dicho, mamá.  Me alegro de que tengas pareja.  Mándanos una carta con tu nueva dirección.  Sé feliz.  Y no te preocupes por mi, los chóferes de autobús no somos objetivo de ETA.  

 Un abrazo muy fuerte de Merche, Saray y mío.                              Vicente.

Sustancias radioactivas

Sustancias radioactivas

Ramón se alojaba en mi casa desde que salió del hospital tras el infarto de miocardio.  Así que, en cuanto desmonté el tenderete del mercado y cargué la mercancía en mi motocarro, marché rapidito para casa.   A Ramón le gusta comer temprano.  Para mi sorpresa, lo encontré acompañado de un hombre extraño.   Más que un hombre parecía un niño viejo, por su pelo blanco y la piel arrugada.  Ramón me lo presentó como Lendo, su hombre de confianza en el Castillo de Abuelolandia.  Amablemente, me acerqué para besarle en las mejillas, pero él me puso sus cejas para que las besara.  Ramón  aclaró que era el saludo entre los miembros de la Asociación Cejasblancas.  Le besé las cejas y él me las besó a mí.  Era evidente que yo formaba parte de la asociación. 

De nuevo se planteaba el tema de Abuelolandia y la Asociación Cejasblancas.   Hasta ahora me tomaba a broma lo que Ramón decía de su castillo, pero empiezo a temerme que habla en serio.  Él me dijo que lo heredó de un pariente sin descendencia.  Pero no quiso contarme más cosas.  Dice que, cuando se ponga bien, me llevará en su caballo blanco hasta allí y podré ver la obra que realizan.  Él me habla con cara de dulce niño encantado con su juguete y yo me siento como una princesa enamorada. ¡Ay, mi amor!, me nace un suspiro.

 Después de los saludos, nos sentamos a comer los tres.  Todo estaba preparado cuando yo llegué.  Serví el arroz al horno e iniciamos la conversación con trivialidades que, poco a poco, se fueron transformando en temas más complejos.  Sobre todo para mí. 

-         ¿Sabes por qué se está secando el arbolito del portal? –se me ocurrió decir.

-         Ni idea. Ni siquiera me había dado cuenta de que se estuviera secando –contestó Ramón.

-         Alguien ha serrado dos de las cuatro partes del tronco...

-         ¿Cómo es eso de dos de las cuatro partes del tronco? –preguntó  Lendo.

-         No tengo idea de qué hacen para conseguir ese efecto.  Sólo te puedo decir que son unos árboles que el tronco lo forman varios tronquitos trenzados de abajo a arriba, desde donde salen unas ramitas iguales y redondeadas que se llenan de hojas verdes.

-         ¡Ah, ya! Me hago una idea.  Cuando baje al portal me fijaré mejor.

-         Pues, eso.  Han serrado dos de los cuatro tronquitos por detrás, contra la pared y a ras de tierra, para que no nos demos cuenta.  Y yo que lo regaba creyendo que era falta de agua...  –me lamenté. Y añadí.- ¡Qué mala baba tiene alguna gente!

-         Mala baba, ¿dices?  Eso es una niñería. –dijo Ramón.-  Mala baba, pero mala, mala de verdad, es la que tienen quienes juegan con sustancias que pueden acabar con el mundo en pocos años (y en un instante, si quieren utilizar dosis mayores), y lo saben.  Es penoso ver cómo todos los días hablan de ello los medios de comunicación sin darle ninguna importancia. ¿Te has dado cuenta, Estrella, de que las sustancias radioactivas, a miles, están por todas partes? Las respiramos, las comemos, las manipulamos, nos perfumamos e, incluso, nos vestimos con ellas...   Y nosotros, los ciudadanos, ¿qué podemos hacer para defendernos de esto?  Nada.

-         Estás asustando a Estrella –dijo Lendo-. Confiemos en que habrá sabios científicos que sabrán sacarnos de este lío.

-         Gracias, Lendo... –dije-.  La verdad es que no sé bien de qué habla Ramón.  Son cosas tan nuevas para mí.

-         Hablo de la muerte por intoxicación radioactiva.  Sustancias que en cantidades tan pequeñas que nuestros ojos no pueden ver, matan.  Ahí está el ejemplo del  ex-espía ruso, me refiero a Alexander Litvinenko.  Fue envenenado con una cantidad de sustancia radioactiva tan imperceptible como es un millonésimo de Polonio 210.   En una semana lo aniquiló un cáncer acelerado y generalizado por todo el cuerpo.  Hablo, también, de las dos mil sustancias que han catalogado las asociaciones de ecológicas como peligrosas y que podemos encontrar en los alimentos que comemos, los tintes del pelo, el material del ordenador, los tejidos, la pintura,...  con nefastas consecuencias para nuestra salud.  Está demostrado que afecta a la fertilidad masculina, a nuestro sistema endocrino y, en definitiva, se está convirtiendo en la causa principal del cáncer.

-         ¡Ramón, no seas tan fatalista!  La situación no es tan alarmante todavía.  Estamos a tiempo de encauzar el asunto.  De hecho, la Unión Europea está elaborando un Reglamento de control de la utilización de esas sustancias por la industria química...

-         Ya.  Ya sé de lo que hablas.  La Unión Europea iba a aprobar un Reglamento de control e incluso prohibición de muchos de esos productos pero no les ha quedado más remedio que rebajar sus expectativas...  Han tenido que negociar a la baja...  El poder económico es mucho poder.  Además, lo tienen muy fácil.  Les basta con amenazar con que el sistema de bienestar social se va al garete...  Y así, no hay político que se resista a sus exigencias. 

Ramón y Lendo hablaban y hablaban.  Yo escuchaba con absoluto entusiasmo aunque entendía a medias lo que decían.  En algún momento de la conversación, la imagen de mi vida pasó por mi mente.  Recordé mi cáncer de mama, ¿habrán tenido algo que ver las sustancias de las que hablán?, me pregunté.  Y caí en la cuenta de que pasé la vida centrada en mi casa, mi familia, la tienda de ultramarinos, mi puesto de pijamas en el mercado..., como lo había visto hacer a mi madre, y sin darme cuenta de infinidad de cosas. Como, por ejemplo,  ¿porqué, hace años, costaba tantas horas de trabajo comprar un pijama o un reloj y, ahora, no costaba apenas nada?  Mi sexto sentido me dice que hemos vendido nuestra alma al diablo.    Cuánto cambio se estaba produciendo en mi vida desde que Ramón entró en ella. Con él he descubierto que existe otro mundo ajeno a mi realidad cotidiana pero que es tan mío como el otro.  Un mundo al que, a partir de ahora, pienso prestar más atención.

Los abuelos tienen un parque

El 8 de diciembre, en el informativo de TVE1, dieron la noticia de que en el barrio de Triana, en Sevilla, se ha montado el primer parque destinado a la Tercera Edad.  Es un conjunto de aparatos para ejercitar los entumecidos miembros de su cuerpo con el objeto de recuperar movilidad y, en consecuencia, libertad de movimiento.  Ruedas con una manilla que hay que agarrar con las manos y tirar de ella para dar vueltas; otros aparatos para ejercitar las piernas, columpios,...   Todo lleno de mucho color.  Muy parecido, en el diseño, a los parquecitos infantiles.  Aplaudo esta iniciativa y espero que cunda el ejemplo.  Hasta ahora, que yo sepa, había que recurrir a los centros de rehabilitación para poder realizar esos ejercicios.

El coro del colegio

El coro del colegio

¡Ufff, vaya sueño más tonto!, me dije al despertar.  No han  pasado años ni naá desde que abandoné el colegio. ¡Madre mía!  Y Ramón...  ¿está bien?, me levanté de la butaca.  Comprobé que los aparatos del goteo funcionaban correctamente y le di un beso en la frente.  Dormía, sedado.  Hacía un par de horas que un celador lo había subido a la habitación, superado el infarto.  Volví a la butaca desde donde vigilaba al enfermo.  Para matar el rato de aquella larga noche, me puse a recordar el sueño que acababa de tener y que me había hecho tanta gracia. 

En la capilla del colegio asistíamos a Misa.  La monja que daba clase de música elegía, entre las alumnas, las integrantes del nuevo coro de cantoras.  Por el pasillo, iba arriba y abajo, atenta a nuestras voces cuando, hecha la entrada por el cura que oficiaba la misa, nos poníamos a cantar.  Yo quería ser una de las elegidas así que, cuando la monja pasaba a mi lado, me esforzaba por hacer una buena interpretación.  Con desesperación la veía pasar, señalando con el dedo aquí y allá, sin fijarse en mí. 

A pesar de ello, mi ánimo no decaía.  Gritaba con todas mis fuerzas.  De pronto, la monja se paró ante el banco donde estaba sentada.  “Ahora voy yo”, pensé orgullosa.  Cuando fui a levantarme, mi amiga Rosa que estaba a mi lado, ya salía al pasillo.  La monja con un gesto de manos me dijo que no me moviera. 

 En aquel momento dejé de cantar.  Por fin comprendí que esa monja no iba a elegirme para formar parte del coro.  ¿Cómo han podido hacer semejante cosa?  ¿Escoger a mi amiga Rosa que no sabía cantar, sólo chillar, y dejarme a mi en el banco?  Imperdonable.  Una vez más me sentí víctima del enchufismo.  Mi amiga Rosa siempre estaba en las listas de todo, parecía Doña Perfecta.  Si se me ocurría preguntar, “¿quién es la más guapa de la clase?”  Había alguien que contestaba: “Rosa”. Y si preguntaba: “¿quién es la más aplicada y estudiosa de la clase?”  “Rosa”, contestaban mis compañeras de pupitre.   Se les podía ocurrir decir mi nombre alguna vez, pero no; decían, Rosa. Y, entonces, por lo bajo, me decía yo: “¿y quién es la más ñoña de la clase?”   A lo que me contestaba con infinita satisfacción:   “Rosa, Rosa y mil veces Rosa.  Rosa, que se  pone a llorar delante de toda la clase cuando le preguntan la lección y no se la sabe.” ¡Ja, ja, ja! 

En un hueco del presbiterio, la monja daba instrucciones a las alumnas seleccionadas para formar el coro del colegio.  Y cuando el cura se puso a dar la Comunión, empezaron a cantar.  “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor...”. 

De repente, como si el demonio hubiera intervenido y les hubiera jugado una mala pasada, aquellas voces se transformaron en ladridos, maullidos, relinchos, graznidos...  Parecía que estábamos en el Zoo.  Tras un momento de estupefacción y desconcierto general, las alumnas que quedamos en los bancos nos pusimos a cantar.  Teníamos que acallar aquel coro infernal, intolerable en la Casa de Díos.  Mi voz salía de mi boca sin esfuerzo, armoniosa, bien empastada -como dicen los profesores del programa de televisión “Operación Triunfo”-, con las voces del resto de las compañeras.  Sonábamos como si fuéramos los Niños Cantores de Viena. 

Mi amiga Rosa, la favorecida, lloraba.  Por los gestos que hacía, parecían rebuznos los sonidos que salían de su boca. 

 

Estrella se lleva un buen susto.

Estrella se lleva un buen susto.

(Ramón toca el timbre. En la mano porta una llave. Con gesto descompuesto, llevándose la mano al pecho, cae al suelo.  Estrella abre la puerta.)

Ramón:  Una ambulancia..., Estrella. Tengo un infarto. 

 (Estrella entra en casa.  Sale enseguida, con un cojín y una manta, hablando por el teléfono móvil) 

Estrella: ...sí, sí. Una ambulancia.  ¡Urgente! A la calle Bello, número 86, 1º izquierda.

 (Cuelga el teléfono que deja sobre la consola del hall.  Se acerca a Ramón. Coloca el cojín bajo su cabeza y extiende la manta por encima.)

 Estrella: ¡Ay, ay, ay,... Ramón!  

Ramón: No te preocupes. Sólo hay que esperar a que llegue la... 

(Se hace el silencio.

R: Con mi diabetes,... tenía que ocurrir...

E: Calla, no te fatigues.  Estate tranquilo que enseguida llega la ambulancia.

R: Estrella..., tengo que pedirte algo.

E: No te canses, Ramón.

R: Hace unos días cuando te confesé mi amor...  ¿Recuerdas que te hablé del castillo de Abuelolandia? 

E: ¿Cómo no voy a acordarme con las cosas tan bonitas que me dijiste?  A propósito, ¿me permites que te bese en la frente con cuidado?

R: En la frente, en la boca...  

 (Él intenta levantar la cabeza y acercar los labios a Estrella sin conseguirlo.  Ella le besa en la frente con gran delicadeza y dulzura)

 R: ¡Oh, mi amor!  Cuánto te quiero...  

(Se produce una pausa) 

R:  Esta llave abre la puerta de Abuelolandia...  Si muero, tu serás mi heredera.

E: Ramón, no digas eso.  Te vas a curar.  Y yo te seguiré a donde tu vayas.  Prométeme que vas a ponerte bueno...  ¡Oh, Díos mío! ¡Cuánto tarda  la ambulancia! 

 (Suena el timbre en la casa de Estrella.) 

E: ¿Es la ambulancia? 

(Una brevísima pausa) 

E:  Síii...  Abro 

R: Toma la llave... No hay tiempo que perder...  En la biblioteca del castillo,... en la vitrina dorada,... encontrarás la Carta Fundacional... de la Asociación Cejasblancas... 

 (Llega el servicio de ambulancia. Mientras los voluntarios de Cruz Roja colocan a Ramón en la camilla, Estrella entra en casa. Guarda la llave en el primer cajón de la consola y desaparece.  Vuelve a aparecer con una chaqueta en la mano. Coge el cojín y la manta, los lanza al interior de la casa y cierra la puerta.  Les sigue escaleras abajo.) 

 

Dame un beso.

Dame un beso.

-         Dame un beso, Estrella. -me soltó de sopetón Ramón, mi vecino del tercero, cuando abrí la puerta de mi casa.

 Puse cara de asombro. No sólo por lo que me dijo sino también por su aspecto.  ¡Cuánto había cambiado!  Su pelo y cejas se habían vuelto blancos y sus pestañas, como las mías, tenían una franja de pelos blancos en medio de los pelos negros.  Hacía meses que no lo veía. Y, de pronto, aparece ante la puerta de mi casa y me dice que le de un beso como quien pide un poco de sal. 

-         ¿Un beso?

--    Un beso.  Porque “¿qué es un beso al fin y al cabo?”   ¿Recuerdas la película de Cyrano de Bergerac?  ¿Recuerdas cómo le declaraba su amor a Roxana bajo el balcón, en la oscuridad de la noche, suplantando al atractivo joven que la tenía enamorada?  Pues yo me pongo a tus pies y recito sus mismas palabras. 

“¿Qué es un beso al fin y al cabo?

Una promesa ante el altar de la memoria.

Un punto rosado en los ojos del amante.

Un murmullo secreto entre dos labios que se abren.

Un momento hecho inmortal con un batir de alas.

Un sacramento de flores,

una canción que cantan juntos dos corazones que se aman.”

 -     ¿Qué te pasa Ramón?  ¿Te ha trastornado el viaje?-         Nada de eso.  Simplemente me ha hecho ver el amor que te tengo.  Dame un beso y te llevaré en mi caballo blanco al Castillo de Abuelolandia.

 

Si me vieras..., te reirías.

Si me vieras..., te reirías.

A Maruja y Luis, ya fallecido. 

 Si me vieras, Pedro, te reirías... Tirada en el suelo.  Frente a tu nicho.  Las flores del ramo desparramadas por el camino y el paraguas volando por los aires.  Siete meses seguidos de sol en Valencia y, hoy,  Día de Todos los Santos, tiene  que llover. 

Para venir a verte me puse tacones, -¡te gustaba tanto verme así!-  Con la lluvia y mi andar inseguro, resbalé al pisar una piedra mojada y caí de bruces, en forma de aspa.

 

¡Qué lento el viaje al suelo! ¿Te acuerdas de  aquellos juegos que cuando niños pusieron en la plaza del pueblo? ¿Recuerdas cómo me cogías en volandas y me lanzabas al aire para que me agarrara a las anillas a las que no llegaba?  Y tu, juguetón, ajeno a mis miedos, esperabas equilibrios y malabares; y yo me quedaba inmóvil, contemplando el abismo creado entre mis pies y el suelo... y temiendo romperme la cabeza en la caída. Sólo movía mi boca para gritarte: ¡Bájame de aquí!

 

Pues en el instante de mi caída al suelo, frente a tu nicho, me vino a la memoria la imagen de la niña colgada de las anillas de nuestra infancia, y sentí el mismo pánico, la misma sensación de que el abismo se abría ante mí.

 

Pero no temas. Dos hombres que, al lado, oraban por sus muertos se prestaron a ayudarme. Uno, me devolvió el paraguas, y, los dos, me ayudaron a levantarme y a recoger las flores.

 

Amado Pedro, si me vieras te reirías. Y yo me reiría contigo porque sólo ha sido un susto que ya pasó, en este día de lluvia.