Sustancias radioactivas
Ramón se alojaba en mi casa desde que salió del hospital tras el infarto de miocardio. Así que, en cuanto desmonté el tenderete del mercado y cargué la mercancía en mi motocarro, marché rapidito para casa. A Ramón le gusta comer temprano. Para mi sorpresa, lo encontré acompañado de un hombre extraño. Más que un hombre parecía un niño viejo, por su pelo blanco y la piel arrugada. Ramón me lo presentó como Lendo, su hombre de confianza en el Castillo de Abuelolandia. Amablemente, me acerqué para besarle en las mejillas, pero él me puso sus cejas para que las besara. Ramón aclaró que era el saludo entre los miembros de la Asociación Cejasblancas. Le besé las cejas y él me las besó a mí. Era evidente que yo formaba parte de la asociación.
De nuevo se planteaba el tema de Abuelolandia y la Asociación Cejasblancas. Hasta ahora me tomaba a broma lo que Ramón decía de su castillo, pero empiezo a temerme que habla en serio. Él me dijo que lo heredó de un pariente sin descendencia. Pero no quiso contarme más cosas. Dice que, cuando se ponga bien, me llevará en su caballo blanco hasta allí y podré ver la obra que realizan. Él me habla con cara de dulce niño encantado con su juguete y yo me siento como una princesa enamorada. ¡Ay, mi amor!, me nace un suspiro.
Después de los saludos, nos sentamos a comer los tres. Todo estaba preparado cuando yo llegué. Serví el arroz al horno e iniciamos la conversación con trivialidades que, poco a poco, se fueron transformando en temas más complejos. Sobre todo para mí.
- ¿Sabes por qué se está secando el arbolito del portal? –se me ocurrió decir.
- Ni idea. Ni siquiera me había dado cuenta de que se estuviera secando –contestó Ramón.
- Alguien ha serrado dos de las cuatro partes del tronco...
- ¿Cómo es eso de dos de las cuatro partes del tronco? –preguntó Lendo.
- No tengo idea de qué hacen para conseguir ese efecto. Sólo te puedo decir que son unos árboles que el tronco lo forman varios tronquitos trenzados de abajo a arriba, desde donde salen unas ramitas iguales y redondeadas que se llenan de hojas verdes.
- ¡Ah, ya! Me hago una idea. Cuando baje al portal me fijaré mejor.
- Pues, eso. Han serrado dos de los cuatro tronquitos por detrás, contra la pared y a ras de tierra, para que no nos demos cuenta. Y yo que lo regaba creyendo que era falta de agua... –me lamenté. Y añadí.- ¡Qué mala baba tiene alguna gente!
- Mala baba, ¿dices? Eso es una niñería. –dijo Ramón.- Mala baba, pero mala, mala de verdad, es la que tienen quienes juegan con sustancias que pueden acabar con el mundo en pocos años (y en un instante, si quieren utilizar dosis mayores), y lo saben. Es penoso ver cómo todos los días hablan de ello los medios de comunicación sin darle ninguna importancia. ¿Te has dado cuenta, Estrella, de que las sustancias radioactivas, a miles, están por todas partes? Las respiramos, las comemos, las manipulamos, nos perfumamos e, incluso, nos vestimos con ellas... Y nosotros, los ciudadanos, ¿qué podemos hacer para defendernos de esto? Nada.
- Estás asustando a Estrella –dijo Lendo-. Confiemos en que habrá sabios científicos que sabrán sacarnos de este lío.
- Gracias, Lendo... –dije-. La verdad es que no sé bien de qué habla Ramón. Son cosas tan nuevas para mí.
- Hablo de la muerte por intoxicación radioactiva. Sustancias que en cantidades tan pequeñas que nuestros ojos no pueden ver, matan. Ahí está el ejemplo del ex-espía ruso, me refiero a Alexander Litvinenko. Fue envenenado con una cantidad de sustancia radioactiva tan imperceptible como es un millonésimo de Polonio 210. En una semana lo aniquiló un cáncer acelerado y generalizado por todo el cuerpo. Hablo, también, de las dos mil sustancias que han catalogado las asociaciones de ecológicas como peligrosas y que podemos encontrar en los alimentos que comemos, los tintes del pelo, el material del ordenador, los tejidos, la pintura,... con nefastas consecuencias para nuestra salud. Está demostrado que afecta a la fertilidad masculina, a nuestro sistema endocrino y, en definitiva, se está convirtiendo en la causa principal del cáncer.
- ¡Ramón, no seas tan fatalista! La situación no es tan alarmante todavía. Estamos a tiempo de encauzar el asunto. De hecho, la Unión Europea está elaborando un Reglamento de control de la utilización de esas sustancias por la industria química...
- Ya. Ya sé de lo que hablas. La Unión Europea iba a aprobar un Reglamento de control e incluso prohibición de muchos de esos productos pero no les ha quedado más remedio que rebajar sus expectativas... Han tenido que negociar a la baja... El poder económico es mucho poder. Además, lo tienen muy fácil. Les basta con amenazar con que el sistema de bienestar social se va al garete... Y así, no hay político que se resista a sus exigencias.
Ramón y Lendo hablaban y hablaban. Yo escuchaba con absoluto entusiasmo aunque entendía a medias lo que decían. En algún momento de la conversación, la imagen de mi vida pasó por mi mente. Recordé mi cáncer de mama, ¿habrán tenido algo que ver las sustancias de las que hablán?, me pregunté. Y caí en la cuenta de que pasé la vida centrada en mi casa, mi familia, la tienda de ultramarinos, mi puesto de pijamas en el mercado..., como lo había visto hacer a mi madre, y sin darme cuenta de infinidad de cosas. Como, por ejemplo, ¿porqué, hace años, costaba tantas horas de trabajo comprar un pijama o un reloj y, ahora, no costaba apenas nada? Mi sexto sentido me dice que hemos vendido nuestra alma al diablo. Cuánto cambio se estaba produciendo en mi vida desde que Ramón entró en ella. Con él he descubierto que existe otro mundo ajeno a mi realidad cotidiana pero que es tan mío como el otro. Un mundo al que, a partir de ahora, pienso prestar más atención.