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La sonrisa: un puente

La sonrisa:  un puente

 

            LA SONRISA (*)

                       A José Miguel Arnal, in memoriam.

 

Es un puente que acerca

geografías humanas. Le fiamos

la burla y la alegría por igual.

Se parece a los ríos, y a la luna,

y a nada se parece. Yo la he visto

brillar como la luna y fluir como un río

recorriendo unos labios de mujer.

Puede ser un regalo, una condena,

cohabitar con el necio y encubrir al traidor.

Mi corazón le debe la memoria

de los seres que he amado y que perdí,

Pues el tiempo, que borra en mi recuerdo

el perfil de sus rostros, no empeña sus sonrisas,

y en sus sonrisas vive extrañamente

la clara imagen, fiel,

de todo cuanto fueron para mí.

La sonrisa nos salva y debería

conservarla la tinta,

como una huella dactilar del alma.

 

(*) Poema de Vicente Gallego, publicado en su poemario "La plata de los días" (1996)

La foto y el apretón.

La foto y el apretón.

 

Protegida tras un árbol de grueso tronco, en cuclillas y a pantalón y braga bajados, hacía mis necesidades mayores.  Tenía en la mano un pañuelo de papel para limpiarme cuando acabara pero, antes de usarlo, cuando estaba desplegándolo, una ventolera que llegó sin avisar me lo arrancó de las manos y se lo llevó volando con ella.  Era mi único pañuelo de papel.  "¿Qué hago, con qué me limpio el trasero ahora?", me pregunté mientras miraba en derredor en busca de algo me que sirviera.

Lo que encontré fueron hierbas, hierbajos, ortigas, zarzas y la planta crecepelos que podría servirme, dado lo largas y anchas que eran sus hojas, aunque, si no recordaba mal, raspaban un poco.  De niña las usé más de una vez cuando correteaba con otros niños por el campo y, de pronto, me daba un apretón.  Era la  planta que cuando llovía se empozaba el agua en ella y, si te lo pasabas por la cabeza, ejercía el milagro de hacer que el pelo creciera más deprisa. No sé qué había de verdad en esa creencia que yo, por supuesto, practicaba.

No tenía otra elección que coger un par de hojas de esa crecepelos. Con una mano en el pantalón para separarlo de mi trasero, y las piernas flexionadas, me desplacé un poco para alcanzar, sin dificultad, la planta de hojas anchas y largas. Iba a cortar la hoja más grande que encontré cuando otra racha de viento vino a traer en esta ocasión, en vez de llevarse, un papel que quedó pegado como una máscara veneciana sobre mi cara. Pensé: "Díos me lo quita y Díos me lo da". 

Me lo retiré de la cara, era una página llena de color desgajada de una revista. Llevaba tanto tiempo agachada que ya no aguantaba más en esa postura y quería limpiarme el culo de una vez y acabar. Iba a doblar el papel por la mitad  para manejarlo con más comodidad cuando vi la imagen bellísima de una joven modelo que me paralizó e hizo desplegar mis labios en un "¡oh!". Aquella foto me atrajo como el imán atrae al metal, no podía dejar de mirarla.  La sensación que me producía la visión de aquella foto era como si estuviera ante los prolegómenos de mi noche de bodas o escuchando el aria "Un bel di vedremo".  Me preguntaba una y otra vez, ¿porqué me produce esa sensación de placidez?.  Pero no encontraba la respuesta.

  • - Estrella, -me gritó mi inseparable y amado Ramón desde el camino donde se había quedado al cuidado de los caballos.- ¿va todo bien?

Las piernas se me habían dormido y me producían un hormigueo que casi me obligaban a saltar alrededor de mi mierda como indígena de tribu africana alrededor de la hoguera, pero seguí conectaba a aquella cara de porcelana con enorme lazo rosa sobre su pelo negro con que me obsequiaba aquella hoja perdida de revista.  La miraba. Buscaba en ella la respuesta a la emoción que me embargaba.  Su aspecto oriental, los polvos de arroz en la cara, el lazo sobre la cabeza...  Y, de pronto, un nombre.  Madame Butterfly. "¡Claro!, me recuerda a la ópera de Puccini, Madame Butterfly" y su canción "Un bel di vedremo". Era la única ópera que tenía -me la autorregalé cuando cumplí mis cincuenta años-, la escuchaba cuando mi marido estaba en la tienda y mis hijos en el colegio.  Colocaba el disco en el compac-disc y a limpiar. Mis brazos con bayeta en mano se movían por los cristales de las ventanas y los azulejos de la cocina como yo imaginaba los movería una geisha japonesa. Madame Butterfly me enamoró desde que vi una película por la televisión que contaba la historia: en parte, representada en el escenario y, en parte, como una historia real, sin dejar de sonar la música de su creador, Giacomo Puccini. Me dejó impresionada por la dulzura de aquella mujer, por la dulzura de la música, por la historia que contaba, tan triste, como tristes son todas las historias de amor de las geishas, y me compré el disco.

  •  -   ¿Estrella? -volvió a gritar Ramón.
  • - ¡Ya voy! -contesté a gritos tras el grueso tronco de árbol.

 Las piernas me temblaban, mi cuerpo lo aguantaba inclinado a base de meter codo en el muslo, levantar el brazo y colocar mi sien en el puño, pero allí seguía sin saber qué hacer.  Bueno, me decía, ¿me limpio con este papel o no?  No, me respondía al instante.  No quiero sentirme culpable por destruir una foto tan bella.  ¿Acaso estropearía un cuadro de Picasso o de Goya?  ¿A qué no?  Pues ésta imagen tampoco. Vale, de acuerdo, seguía con mi diálogo interior, y entonces, qué.  ¿No me limpio?

¡Oh, bella mujer!, volví a mirar la foto, ¿porqué te miro y pienso en Madame Butterfly?  ¿Qué tienes tú que ver con ella?  Y, antes de terminar de decirlo, lo vi claro.  La mariposa. Vi la mariposa en su cara y la sombrilla en su cabeza. Los ojos maquillados eran las alas multicolores de la mariposa; sus cejas negras, las antenas; y la flor tan desproporcionadamente grande y ladeada, producía el efecto de la sombrilla de la geisha.

  • - Estrella, -volvió a interrumpir Ramón harto de esperar en el camino-, ¿necesitas ayuda?
  • - Sí, Ramón. Por favor, acércame un Klinex, que voló el que traje.

Tanto dar vueltas al tema de limpiarme el trasero, con las piernas ya que no las siento, para terminar diciendo:  "Ramón, tráeme un pañuelo de papel".  Se me podía haber ocurrido antes, ¿pero?, así son las cosas de la vida.  Las respuestas llegan cuando llegan y, por supuesto, siempre sin avisar.

Mientras esperaba a Ramón doblé la foto de ese rostro, mitad mujer mitad mariposa, con mimo y la guardé en un bolsillo interior de mi anorak junto a mi corazón, con intención de volver a ella como vuelvo y vuelvo a escuchar la ópera de Puccini y emocionarme con ella sin ningún hastío ni cansancio.

Las mariposas de Juan Ramón Jiménez

Las mariposas de Juan Ramón Jiménez

 

Se había hecho la hora de comer, así que, en cuanto avistamos un collado con una explanada donde poder descansar a gusto, paramos.  Era un hermoso paraje verde rodeado de cumbres rocosas con una laguna en medio.  Después de varios días de viaje a lomos de mi mulo Pego ya estaba muy familiarizada con él, del que descabalgué con tanto brío como Ramón de su caballo blanco.  Fue él quién se encargó de acercar a los jamelgos a la laguna para que bebieran agua, los ató a un árbol y esparció algo de follaje por el suelo para que comieran.  Mientras tanto, saqué de uno de los cestos de la mula de carga la bolsa donde estaba la comida y lo dispuse todo, sobre el mantel, en una zona de hierba limpia. 

Aunque el día estaba nublado, la temperatura era agradable debido al suave viento del sur que venía de África.  Así que, después de comer, tirados en el suelo, descansábamos todos, incluso la caballería, aunque las moscas y algún abejorro que otro, incordiaban un poco. Ramón sentado, con la espalda apoyada en el tronco de un pino, de cara a la laguna, leía un libro; y yo, desde aquella atalaya, sentada estratégicamente al borde del collado, contemplaba la ladera norte que llevaba al valle.  Durante un rato observé como un pastor y su perro, que por lo grande y blanco parecía un mastín, cercaban y encarrilaban, entre gritos y ladridos, al rebaño de ovejas para llevárselas de allí.  El perro solito tuvo que devolver al rebaño más de una oveja despistada, y sin hablar ni pegar con la vara -cosa habitual entre los humanos-, lo conseguía a base de ladridos y movimientos alrededor de la oveja descarriada. 

Contemplé la escena en la quietud de la tarde hasta que desaparecieron de mi vista, luego, me volví a mirar a Ramón que seguía  enfrascado en la lectura de su libro.  Con cierta envidia por su capacidad de estar siempre entretenido, me acerqué a él.

- ¿Qué estás leyendo? -interrumpí.

Se había quitado las botas y los calcetines y arremangado los pantalones para que les diera el aire a sus pies.  Tenía unos abultadísimos juanetes y me hacía de cruces porque decía que no le dolían.  ¡Que hombre!  Mi juanete, la mitad de abultado que el suyo,  había días que me dolía a rabiar.

- "Platero y yo", de Juan Ramón Jiménez. ¿Te suena? -me contestó.

- ¡Uf, qué royo! Recuerdo que en la Enciclopedia venía algún trozo de ese libro. Juan Ramón Jiménez, junto a un tal Echegaray, decía la maestra, eran los únicos escritores españoles que habían recibido el Premio Nóbel de Literatura.

- Ahora hay más.

- Ya sé. Ya sé que le dieron el premio al Cela ese. Desde que se casó con la Castaños se me hizo tan antipático que me irrita solo el nombrarlo.

- Y Vicente Aleixandre... También a él le dieron el premio.

- ¿Quién es? No me suena de nada.

- Fue un poeta como Juan Ramón Jiménez. Pero más simbólico.

- Pues, ni idea. De ese, ni idea. En cambio, Juan Ramón Jiménez sí me suena. Me acuerdo que leí un..., un... ¿cómo se dice?

- Un poema.

- Recuerdo que leí un poema de "Platero y Yo". Incluso creo que lo releí otra vez, por si me estaba perdiendo algo bueno que todo el mundo era capaz de encontrar menos yo. Pero, aunque lo intenté, volvió a parecerme una patochada. Un burro gris, viejo y feo; unos niños pobres que corrían por el campo..., ¡vamos!, una patochada.

- ¿Cómo puedes llamar patochada a esta obra? Juan Ramón Jiménez fue coetáneo de Antonio Machado, Azorín,... que cantaban al campo de Castilla. ¿No te gustaron los poemas que te leí el otro día de Antonio Machado?

- Es que leídos por ti suenan de una manera tan linda... -exclamé.

- Pero, ¿qué pasaba? -continuó diciendo Ramón-, que Juan Ramón no era castellano sino andaluz y sus tripas le pedían cantar a Andalucía y no a Castilla. Por eso, cuando de mayor volvió a Moguer, su pueblo, empezó a recordar su infancia, observar los cambios que se habían producido en su pueblo, las gentes, los ríos teñidos de rojo por la mina, los pájaros, las mariposas...; y, de ahí, fueron naciendo pequeños poemas en prosa. Y cuando los juntó todos, le quedó una obra con tanto lirismo y ternura, que trascendió más allá de las fronteras españolas. Hoy se lee en el mundo entero.

Según iba hablando Ramón, la luminosidad de sus ojos, la dulzura de su voz, me fueron enterneciendo hasta sentir la necesidad de estar más cerca de él.  Me senté a su lado dispuesta a escuchar embobada.  Mientras esperaba a que me recitara algo, me rascaba mis cejas canosas -que perdieron el color después del disgusto que me produjo la muerte de mi marido hace ya cuatro años-, besé su coronilla calva,... pero debía estar esperando que yo dijera algo porque, al ver que no le hablaba, me miró y dijo.

- ¿No dices nada?

- ¿Yooo...? Estoy esperando a que me recites algo.

Entonces, maravillas de la naturaleza, sobre la punta del dedo gordo del pie de Ramón se posó una mariposa con la misma confianza con que lo habría hecho sobre la rama de una zarza en la cuneta, o sobre una piedra en el camino, o en una flor. Con lo huidizas que son con los humanos, a Ramón, por el olor a caballo que tenía, debió confundirle con algún montón de estiércol.

- No te muevas, Ramón. -Dije bajito a su oído.- Fíjate que mariposa más bella, azul turquesa, mi color preferido. Mira cómo se frota las patitas delanteras. No respires, espera un poco para que no se asuste. Quiero que despliegue sus alas, quiero verlas extendidas. A veces se dibujan, en ellas, rayas negras o lunares amarillos... ¡Oh, qué pena! Voló. Ese horrible abejorro la espantó.

- Veo que a ti también te gustan las mariposas.

- ¿Y a quién no? -respondí sin tener que pensar.

- Juan Ramón Jiménez también tenía una debilidad especial por las mariposas. ¿Quieres que te lea un poema?

- ¿De mariposas? ¿No escribe todo el rato del burro y niños?

- Pues, no. Cuenta otras muchas cosas.

- ¡Ah!

- ¿Te lo leo? -asentí con la cabeza-. Se titula "Madrigal" y dice así:

"MÍRALA, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista, tres vueltas en redondo por todo el jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son dos mariposas; una blanca, ella, otra negra, su sombra.

Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.Platero, ¡mira qué bien vuelta! ¡Qué regocijo debe ser para ella el volar así! Será    como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso. Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creerá que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.

Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio!"

- ¡Qué bonito suena! Pero no creas que lo he entendido todo bien. ¿Me lo lees otra vez?

Ramón leyó otra vez el poema. Lo hizo despacio y desplegaba un regocijo tal que parecía que él era quien hablaba a Platero. ¡Ummm...!  Saboreé el poema en dosis pequeñas, como me lo iba sirviendo mi querido cejotas -sus cejas también eran blancas pero más largas y rizadas que las mías-. No me extraña que digan cosas tan bonitas de las mariposas, pensé.  ¡Qué belleza! Volátiles flores de un día, viven, sin un ápice de vanidad, ajenas tanto a su belleza como a la admiración que causan en los seres humanos, los poderosos y terribles amos del mundo.

- Sabes, Ramón, a mis cincuenta y muchos años, con este viaje por el campo, los bosques y las montañas, con sus insectos, pájaros, flores, mariposas, ovejas,... es como si estuviera redescubriendo un mundo nuevo. Nuevo y maravilloso mundo que olvidé cuando escapé de la miseria que me esperaba en mi pueblo natal y emigré a la ciudad. Si que, a veces, cuando ponía la televisión, veía lagos rodeados de montañas, leones que cazaban gacelas para comérselas, o tortugas que recorrían muchos kilómetros para ovar y, luego, los dejaban allí y se echaban al mar, pero lo veía ajeno a mí, cosas que pasaban en la tele.

- Mi amor, mis cejitas -me las besó-, todo lo que sale en la televisión es porque el ojo humano ha sido capaz de captarlo. Somos incapaces de ir más allá de lo que hayamos experimentado. Todo eso que has visto en la tele, en algún lugar del mundo ha ocurrido.

Una manada de vacas pelirrojas capitaneadas por otra de color blanco venían derechas a nosotros.  Eran vacas que vivían en el monte.  El aire que llegaba del sur debió de llevar hasta ellas olor a personas y comida y vinieron derechitas a por nosotros.  ¡Qué pesadas se pusieron!  Parecían empeñadas en comer cualquier cosas de las que llevábamos como el libro o la bolsa con restos de la comida, e incluso a nosotros mismos,  así que, hartos de jalearlas para que se fueran sin conseguirlo, emprendimos la marcha de nuevo. 

Cuando ya las perdimos de vista y cabalgábamos tranquilos por un sendero con cerezos en flor, me preguntó Ramón.

- Después de haber escuchado ese poema, ¿sigues pensando, Estrella, lo mismo de "Platero y yo"?

- Lo que pienso es que de niña no estaba preparada para leer ese libro. No sé porqué decían que era un libro para niños. De niños pensábamos en jugar con otros niños, en encontrar nidos de pájaros que estropear, o en la huerta en que entraríamos a robar la fruta, los guisantes o los tomates. No estábamos para ternuras y lirismo. Para eso creo que se deben cumplir años y haber superado, de forma sana, difíciles etapas de la vida.

- Pensándolo bien, creo que tienes razón. A mí tampoco me parece un libro para niños. -Hizo una pausa.- Estrella, me tienes admirado por lo rápido que aprendes. ¡Para que luego digan que pasados los cuarenta, los mayores no somos capaces de aprender y resultar útiles para la sociedad!

Cara de plata

Cara de plata

 

- No te asustes, Estrella. Es una mujer inofensiva. La encontré, asustanda, tras un árbol, dice llamarse Sara.

Ramón, con una gran piedra entre las manos, chorreando agua, adelantó a la mujer del paraguas amarillo que caminaba muy despacio, pasó por delante de mí, me quitó las riendas de los rocines y se adentró en el túnel con ellos.

- Hola, me llamo Estrella. -Ofrecí mi mano a la mujer.- Tu nombre es Sara, ¿no?

Cuando vi su cara de cerca pude comprobar, con horror, que brillaba como el acero inoxidable, que era como una cara de plata.

- Así es como me llamaba mi hermano. -me contestó con voz de sonámbula.

- ¿Dónde está tu hermano? ¿Te perdiste?

- Dice que vive en una cueva, -replicó Ramón a distancia mientras daba follaje a la caballería-, que hay cerca de aquí. Por lo visto le sorprendió la tormenta cuando buscaba algo para comer.

- Entonces, ¿vives sola?

- Sí. Viví con mi hermano hasta que murió. Luego, me escapé a la montaña...

- Estrella, esta pobre mujer necesita ropa seca. Y seguramente tomar algo caliente le vendrá bien. Busca algo entre tu equipaje que le pueda servir.

Ramón encendió el candil a gas.  Por fin se veía en aquel túnel siniestro de piedra ceniza y charcos. Busqué entre mi equipaje algo que no le quedara demasiado grande a esa mujer tan escuálida.  "Ven conmigo", le dije, y me la llevé a un lugar un poco apartado de Ramón.

Mientras se cambió de ropa, hice de perchero.

- Trae. Trae el paraguas, yo lo cuido mientras tanto. -Recelosa, se resistía.  Cuando comprobó que si lo dejaba en el suelo se mancharía, me lo entregó.    

- Vivía en el pueblo en una casa junto a mi hermano. Pero mi hermano murió y... los hombres del helicóptero me perseguían... -Parecía que deliraba.

Yo tenía más curiosidad por ver su cuerpo que por lo que decía, tan incoherente.  Cuando oí caer al suelo el húmedo sobretodo con el que cubría su cuerpo, miré de reojo.  ¡Qué espanto!  No parecía humana.  Su cuerpo estaba tan tiznado de plata como su cara.  Movía sus brazos, piernas, cuellos,... con la dificultad del Caballero de la Armadura Oxidada. 

- Devuélveme mi paraguas -me dijo en cuanto acabó de recogerse el pelo.  Se lo di.

Nos sentamos a la improvisada mesa que preparó Ramón en una especie de galería formada en medio del túnel, donde preparaba una sopa de sobre.  Un pequeño refugio de montaña que hacia un gran servicio a los viajeros. Seguía lloviendo pero los rayos y truenos habían cesado. Sara cogió la botella de agua y, con mano temblorosa, se la llevó a la boca.  Bebió durante un rato. 

- Hacía una semana o más que no bebía. Estaba seca. -Dijo cuando se sació.

- ¿Con los ríos que hay por aquí no has bebido agua? -pregunté.

- Es un agua mala, no se puede beber.

- ¿No? -dije incrédula.

- ¿Porqué crees que estoy así? -señaló su cara tiznada de plata.

- ¿Por el agua? No me lo puedo creer.

- Pues, créaselo.

- ¿No puedo creerme que por beber agua, alguien pueda metalizarse? A lo mejor si me lo explicas...

- Aquí cerca hay una mina de plomo, no? -dijo Ramón. Repartía la sopa en cuencos.

- Así es, señor. La mina de plomo es causa de nuestra enfermedad, pero no la única.

- No encuentro la relación entre la mina de plomo y el agua. Ya sabes, mi cejotas, que dejé la escuela a los catorce años.

- La mina de plomo está al lado del río del que bebemos agua la gente en el pueblo. -Dijo Sara cuando terminó la sopa. Se la veía mucho más animada.- El plomo, eso es lo que oí decir a mi hermano, despide unas sustancias que se esparcen por el aire y caen al río, a los campos... Usted, Estrella, se extraña de que no beba agua de lluvia o de los arroyos. ¿Porqué cree que no bebo esa agua? Porque también está contaminada por el plomo.

- Nunca oí decir que las sales del plomo produjeran esa reacción. -Intervino Ramón.- Conocía los problemas gástricos, pero lo que cuentas que te pasa a ti es algo insólito. Tiene que haber algo más. Otra sustancia. Tiene que estar mezclado con neodimio, u otro elemento similar, para que resulte tan pernicioso.

- Puede ser. Es posible... -admitió.

- Oye, Sara, ¿porqué bebiste esa agua si sabías que era mala? -Preguntó Ramón.

- Durante siglos nuestros antepasados bebieron ese agua con plomo y comieron las hortalizas que daban sus huertas sin que nunca les pasara nada. Y así fue durante muchos años de mi existencia...

- ¿Alguien quiere tomar un té? -interrumpí cuando acabamos de comer.

- Yo, sí. -contestó Ramón.

- Es rojo? -Preguntó Sara. Asentí con la cabeza-. Entonces beberé agua, -dijo.

- ¿No tomas té porque no te gusta o hay otras razones? -pregunté.

- En mi pueblo existe la creencia de que el té rojo facilita el asentamiento del plomo en las células. También el café. Nosotros nunca tomamos ese tipo de bebidas.

- Y ¿qué tomáis, entonces?

- Ahora, nada. Antes, infusiones de tallo del lirio amarillo.

- ¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo el agua no te ponía el cuerpo de plata?

- Exacto. Nunca pasó nada cuando condimentábamos nuestros guisos con la flor del lirio amarillo y preparábamos nuestras infusiones con el tallo.

- Y si eso es así. ¿Porqué dejasteis de utilizar esa planta? ¿Desapareció? -Ramón, con su inseparable navaja albaceteña, cortaba rodajas de la sarta de chorizo que se comía con pan.

- Peor que eso. Ahora, esas flores que nacieron de forma natural en el bosque, tienen dueño.

- ¿Qué dices? ¿Cómo es eso? -pregunté, incrédula.

- Un día llegaron unos hombres en helicóptero, empapelaron el pueblo con pasquines de prohibición, "al que pillemos cogiendo una, le cortamos la mano", decía la leyenda, recogieron todas las flores y volvieron a desaparecer en el helicóptero.

- ¿Y qué pasó? ¿Qué volvieron?

- Antes de que los lirios florecieran de nuevo llegaron al pueblo unos hombres vestidos con ropa de camuflaje y armas a la espalda y se quedaron para vigilar el bosque. Tuvimos que acostumbrarnos a cocinar sin la flor del lirio amarillo. Renunciamos a nuestras infusiones. Pronto empezamos a sentirnos enfermos. Nos dolía el estómago, la tripa, las piernas,... las digestiones eran interminables, la orina cambió de color. Y, también nuestra piel. Fue adquiriendo un tono metalizado. Pero es que, lo mismo que le estaba pasando a nuestra piel, le ocurría al hígado, a los músculos, al páncreas,... Los órganos se iban endureciendo hasta que llegaba el día en que la rigidez les paralizaba. Y moríamos.

- ¿Nadie denunció lo que allí estaba ocurriendo?

- Sí, pero sin éxito. Los dueños de las flores son muy poderoso. Supieron callar las voces denunciantes. A unos, comprándoles y regalándoles flores; y, otros, los que no podían comprar, acabaron muriendo, como decían los periódicos, "en extrañas circunstancias". Ese fue el caso de mi hermano que era mecánico de coches. Un día, cuando trabajaba en los bajos de uno, cayó una grúa encima y le aplastó.

- Y a ti, ¿porqué te persiguen?

- Porque soy la única persona con la enfermedad que está libre. Cuando se descubrió que nuestros problemas de salud comenzaron cuando dejamos de comer el lirio amarillo, nos obligaron a beber agua embotellada y no dejaron sembrar los campos. Pero ya era tarde. El mal estaba hecho. Murió mucha gente y los que no murieron están recluidos en una especie de cárcel, como si fueran apestosos leprosos, escondidos a miradas ajenas para que no estalle el escándalo.

- Todo por unas flores que nunca interesaron a nadie. ¡Madre mía! -exclamé.

- Tú, Sara, ¿porqué crees que los hombres del helicóptero se llevan esas flores? -preguntó Ramón que, por fin, había dejado de comer y ponía azúcar a su té .

- Nunca lo dijeron, salvo que tenían dueño. Antes que ellos, vinieron unos jóvenes de una universidad americana. Dijeron que querían catalogar toda la flora autóctona del lugar. Se fueron y poco después llegó el helicóptero. Mi hermano oyó hablar una vez al Alcalde con uno de los hombres del helicóptero. Hablaban de medicamentos.

- ¡Ah! Ya entiendo -dijo Ramón-. Alguna multinacional descubrió que esa flor era beneficiosa para algo... como algún medicamento o algún producto de belleza... Registró la patente cumpliendo con todos los requisitos legales, llenó los bolsillos de los gobernantes de turno... Al fin y al cabo, sacrificar un puñado de personas con el gran beneficio que supone para otras muchas, los privilegiados del Primer Mundo, es pecata minuta.

- Y ¿pueden hacer eso? ¿Una flor que siempre creció sin dueño en el campo, una flor de la que durante siglos se beneficiaron las gentes de esta zona, de pronto puede venir alguien y decirles que a quien pillen cogiendo una flor le cortan la mano? -Pregunté indignada.

- Es más de lo mismo. Lo de siempre. Llegan las multinacionales a los lugares donde está la materia prima y la extrae hasta esquilmar la zona y arruinar a los lugareños. Ocurrió en Ecuador que con la extracción de petróleo, contaminaron los ríos y los campos y les dejaron sumidos en la más absoluta pobreza. Fíjate, Estrella, en la cantidad de ecuatorianos que hace años llegaron a España. Ocurre con la contaminación atmosférica con óxido carbónico y otras sustancias de efecto invernadero. El cambio climático y la previsible subida de las temperaturas tienen sus más inmediatos efectos negativos en África, que se desertiza a pasos agigantados. Sin agua, sin sembrar sus tierras, sin pasto para el ganado... imposible sobrevivir allí dentro de unos años. Ocurre con las grandes empresas pesqueras que con sus grandes barcos llegan por mar a los rincones más recónditos del mundo a extraer toneladas de kilos de peces al día hasta extinguir los caladeros de peces, único alimento, en muchos casos, de las gentes que viven por allí. Ocurre. Y, desgraciadamente, ha ocurrido siempre. Las civilizaciones dominantes se llevan todo lo que pueden de los dominados o más débiles. Así ha sido a lo largo de la Historia, con los fenicios, los romanos, los españoles, los ingleses, belgas, franceses, norteamericanos... por poner unos ejemplos.

- ¡Qué horror! Estamos acabando con todo. Me da vergüenza. Los seres humanos, los únicos animales capaces de pensar... Y, ¿para esto? ¿Para destruir la vida en el planeta Tierra y morir, como el Séptimo de Caballería, con las botas puestas?

- Sí, Estrella. Si algo imprevisto no lo remedia, ese es nuestro fatal destino.

- Y, Sara... ¿Qué podemos hacer por ella? -La miré. Entonces me di cuenta de que, recostada contra la pared, se había quedado dormida abrazada a su paraguas.

- Tal vez podamos llevarla hasta el Castillo de Abuelolandia. Aunque no podamos salvarla, al menos, le haremos más agradable la vida.

- Muy buena idea. -le dije abriendo estrepitosamente la boca.- ¡Uf, qué sueño me ha entrado! Creo que yo también voy a dormir un rato.

Con las colchonetas y sacos de dormir preparamos una gran cama donde dormimos los tres hasta el día siguiente. Nos despertaron los cantos de los pájaros con su trajín matutino.  Desayunamos, Ramón repartió follaje y agua entre los caballos y levantamos el tenderete.  Por más que insistimos en que Sara se viniera con nosotros, se negó de plano.  Aferrada a su paraguas amarillo nos dijo.

- Esta es mi tierra, entre estos riscos, castaños y hayedos, siento que formo parte de ellos. Mi sitio está aquí. Y, además, en mi cueva me espera un corzo herido que, en este momento, creerá le he abandonado.

Entendimos y respetamos su deseo de seguir su vida en aquella serranía.  Pero había algo que seguía rondando mi cabeza, había una pregunta que quería hacerle desde que la vi avanzar bajo la lluvia.

- Sara, ¿podrías responderme a otra pregunta? La última, te lo prometo, -le dije.

- Por supuesto. Si puedo, responderé con mucho gusto.

- Cuando te vi en la boca del túnel, me sorprendió el intenso color amarillo de tu paraguas, en contraste con tus ropas, descoloridas por el uso. Durante el tiempo que has estado con nosotros he observado que siempre estás en contacto con el paraguas, incluso has dormido con él. Seguro que lo haces por algo que tiene una explicación...

- En el pueblo existe una creencia. Tocar algo de color amarillo, es como una vacuna que paraliza el avance del plomo en nuestro cuerpo.

- Muy bien. Ahora entiendo lo del color amarillo. Pero, ¿porqué un paraguas?

- ¡Oh, por nada especial! Mera coincidencia. Alguien se lo dejó en la montaña y yo me adueñé de él. Eso es todo.

 

 

La persiana del cielo

La persiana del cielo

 

Atrás quedó el valle y el placer de disfrutar de su bello paisaje y de los poemas de Antonio Machado.  De nuevo volvíamos a la montaña.  Nos adentrábamos en la serranía cuando un viento, como mano invisible que cerraba la persiana del cielo, nos trajo, rápidamente, las nubes negras del horizonte.   Los mulos estaban inquietos, caminaban retraídos. Y justo cuando íbamos a tomar la curva en la subida a una peña, un rayo se apareció ante nosotros y el caballo de Ramón, que iba delante, se encabritó al borde del barranco. 

La caída libre del precipicio era de más de cien metros.    Mi mente, que va más deprisa que la realidad, vio caer, a mi cejotas con su caballo blanco, y dar golpes contra la cortada de piedra, hasta quedar despanzurrados, los dos, entre los matojos que crecían junto al arroyo.  En un instante lo vi muerto.

Mi boca se abrió para chillar pero ningún sonido salió de mis cuerdas vocales. No era momento de histerias sino de actuar.  Debía inmovilizar a mi mulo y lo hice.   Ramón, dando muestras -una vez más- de sus habilidades, no sólo aguantó encima del caballo sin caer, sino que lo dominó hasta hacerle recuperar su posición a cuatro patas sobre el sendero. Y, además, por si eso fuera poco, controló también a la mula rubia con la carga que, atada a la silla, se vio arrastrada por el caballo.

  • - Tenemos que llegar al túnel antes de que empiece a llover. Está muy cerca de aquí. -Lo dijo con absoluta naturalidad, como si no hubiera pasado nada, aunque su acelerada y ruidosa respiración delataba el esfuerzo.

"¡Arre", le dije a mi mulo.  Y se puso en marcha.

En cuanto doblamos el siguiente recodo, al fondo, como una diadema verde con pedrería, estaba la boca negra del túnel cubierta de hierba y rocas.  Sobre él, como dos antenas destacaban dos árboles.  Llegamos allí vitoreados por una mascletada de fuegos de artificio y ruido de truenos digna de estar entre las mejores mascletás de las Fallas de Valencia. Había comenzado a llover.  Ramón se bajó de su caballo y yo intenté hacer lo propio con mi mulo.  Pero, ¡ay!, imposible mover mis piernas.

  • - Ramón, ayúdame a bajar de aquí. Creo que no puedo moverme. -Del agobio que me entró, noté un sofoco digno de los mejores momentos de mi entrada en la menopausia.
  • - Espera un momento. Ato mi caballo y la mula y te ayudo.

Mientras esperaba, volví a intentar bajarme sola.  El dolor de ingles y la flojera de las piernas me lo impedía. Qué incómodo estaba resultando aquel viaje.  Y qué poco tenía que ver con la imagen idílica que me hice el día que Ramón llamó a la puerta de mi casa y, al abrir, me dijo:  "Dame un beso y te llevaré, al lomo de mi caballo blanco, al Castillo de Abuelolandia".

  • - ¿Has acabado ya de atar los caballos? -me exasperaba seguir sobre aquel mulo negro, viejo y manso. Mi voz, en aquel lugar, rebotó airada,
  • - No es fácil atarlos -me contestó pausado. A veces su tranquilidad me sacaba de quicio.- No encuentro la manera. Aquella rama que asoma en la entrada parece demasiado fina. Voy a buscar una piedra.
  • - Te vas a mojar -le dije como si él no supiera que llovía.- ¿Y no podrías bajarme de aquí antes de ir a buscar la piedra? No creo que con la tormenta que está cayendo quieran escapar los caballos...
  • - No es que quieran escapar, es que cualquier rayo o trueno puede asustarlos y hacerles echar a correr alocadamente. Mira lo que pasó con Valerio. -Hizo una pausa. Debió recapacitar porque, a continuación, dijo- Vale, Estrella. Te ayudo. Ven. Échate a mis brazos. -Al poner sus manos sobre mi cintura, me dio un beso en mis pobladas cejas blancas que me supo a miel.

Me abracé a su cuello, besé también sus cejas blancas, más largas y rizadas que las mías, y dejé mi cuerpo muerto.  Ramón me apretó con fuerza la cintura para descabalgarme de aquel pacífico mulo. Al instante noté un chasquido de ingles y un dolor que bajó por mis piernas hasta  los dedos de mis pies.  Sin ningún miramientos, me dejó en el suelo y marchó en busca de la piedra.

- Vigila el caballos y los mulos. - me dio las riendas. 

 Me quedé de pie con dolor de todo. Los caballos me llevaban de acá para allá, encaprichados con los charcos que se formaban entre las piedras.  Y yo, entumecida, me movía como un orangután en el zoo. A veces, cada animal tiraba para un lado y yo aguantaba las correas, dividida, como podía.  Eso sí, sin perder de vista la ramita de la entrada al túnel por donde vi desaparecer a Ramón con su impermeable rojo.

Pasaba el tiempo. Aquella espera se me hacía eterna.  Desesperada, en aquella oscuridad y silencio roto por la tormenta, grité:

  • - ¡Ramón!.

Como respuesta, un rayo atravesó la ramita, le prendió fuego y la hizo saltar por los aires.  Mis mulos y yo nos asustamos, relinchamos, nos encabritamos y salimos corriendo hacia la otra boca del túnel.  Esta vez el cuadrúpedo que se desmadró fue la mula con la carga.  Dio un fuerte tirón y escapó.

  • - ¡Rubia! ¡Rubia!, -le grité-. ¡Quieta, quieta! ¡Sooo...!

A tientas, tirando de los otros animales, la busqué.  Otro rayo iluminó el lugar y, de otro susto, la mula se quedó paralizada. ¡Gracias a Díos!, me dije al alcanzarla. Nerviosa y atemorizada por la situación, a acariciar los animales, necesitaba sentir su calor. Si hace dos meses, en el mercadito ambulante de venta de pijamas, una adivina me relata esta escena, me habría reído de ella a carcajada limpia.  Y sin embargo, estaba allí, en aquel túnel oscuro, en medio de una fuerte tormenta, sola y con tres caballos a mi cargo.  Esto es una prueba evidente de que el futuro es impredecible; de que, en él, cabe todo, por inverosímil que parezca.

Más tranquila, arrastré  la caballería hacia la otra entrada del túnel, por donde había salido Ramón.  ¿Le habrá alcanzado el rayo?, me pregunté. 

-  Ramón, ¿dónde estás? -iba diciendo.

De pronto, me pareció ver que, donde el rayo destrozó el árbol, algo se movía.

  • - ¡Ramón! ¡Ramón!

Nadie me contestó.

Ante mí apareció la figura de una mujer. No pude distinguir su cara pero, sí, su pelo...  suelto, largo, lacio y mojado. En la mano llevaba un paraguas color amarillo.

"Un fantasma o un alma en pena", pensé.

Fueron tantas los sentimientos y emociones que experimenté en tan corto lapso de tiempo que ha no sabía si sentía dolor, miedo, rabia,... o el fin de mi vida. 

Chopos, encinas,... y Antonio Machado

Chopos, encinas,... y Antonio Machado

   

Nos dirigíamos al Castillo de Abuelolandia. Ramón montado sobre su caballo Valerio y yo sobre el mulo Mego.  Habíamos subido y bajado dos montañas por un estrecho y sinuoso camino cuando atisbamos un valle. 

Durante el trayecto recorrido por la montaña lo pasé fatal.  No podía evitar pensar en un traspié del mulo que me hiciera caer barranco abajo. Erguida sobre aquel animal, no movía ni un músculo de mi cara, incluso, a veces, cuando cogíamos una curva en el camino, concentrada como estaba en mantener el equilibrio, se me olvidaba hasta respirar.  Ramón iba delante, muy despacio.  Así, obligaba a mi mulo a caminar lento para que yo no sintiera lo abrupto del camino en mis posaderas.  Íbamos callados.  Sólo se oía el jadeo de los caballos en las subidas y el golpear de los cascos sobre las piedras.   Me agarraba a las riendas de Mego como si fuera la cuerda que me ataba a la vida.  Por nada del mundo estaba dispuesta a morir. 

Llegar al Castillo de Abuelolandia se había convertido en mi deseo más fuerte.  Quería ver cómo los viejos enfermos y marginados que habitaban el castillo podían recuperar su sueño de juventud para realizarlo allí.  El sueño que esa gente no pudo realizar en la mejor etapa de su vida,  lo iban a ver cumplido en  sus años finales, en su decrepitud. Ver para creer.

Ya en el valle, cuando el suelo se tornó llano, estiré mi cuerpo sobre la silla de montar, aflojé las manos sobre las riendas e incluso me entraron ganas de platicar con Ramón.  El sol de marzo realzaba el verdor de aquellos prados. Por fin disfrutaba del viaje.

  • - Cejotas, ¿por qué se llama Valerio tu caballo?
  • - En honor a un amigo de infancia que murió joven. -me contestó al instante.

Enseguida llegamos a una vereda que discurría entre la orilla del río y los prados.   El agua del río limpia y clara dejaba a la luz su fondo verdoso.

Valerio, el caballo blanco de Ramón, y Mego, mi viejo mulo negro, también debieron notar el cambio porque su andar cansino se tornó en un trotecillo alegre sobre el suelo cubierto de  hojas amarillas.   ¡Con qué elegancia trotaba y balanceaba Valerio sus doradas crines!

  • - ¡Pobre! ¿Qué fue lo que le pasó? -quise saber de su amigo.
  • - Una noche se acostó y ya no se levantó. Tenía 35 años y la obsesión por adelgazar. Era gordito y eso le acomplejaba mucho, sobretodo ante las mujeres. Tubo la desgracia de perder la cabeza por una mujer que le martirizaba por su sobrepeso. Y él dejó de comer. Su corazón sucumbió a la estricta dieta a que se sometió. -Hizo una pausa-. ¿Sabes? Él también formaba parte del proyecto Abuelolandia, -él, Lendo y yo-, pero murió sin llegar a verlo realizado.

Se espesaba el suelo de hojas secas.  

  • - ¡Qué gusto da pisar este suelo de hojas! Parece que caminamos por una alfombra tejida con lanas de toda la gama de amarillos. Me encanta el color amarillo. -Hice una pausa-. Adivina, adivinanza. ¿De qué árboles son estas hojas?
  • - "Los chopos, cerca del agua que fluye, (...) en su eterno escalofrío copian del agua del río las vivas ondas de plata", -me recitó mi querido cejotas. Luego, añadió-. Es una pena que hagamos este viaje en invierno porque no tienes la oportunidad de darte cuenta de la verdad que encierra el poema.
  • - Te olvidas, mi cejotas, de que de niña viví en un pueblo. Y para que lo sepas, desde la ventana de mi habitación veía las ramas de dos enormes chopos. Y en verano, con la ventana abierta por la noche, me dormía mecida en su... ¿cómo dice el poema?, "eterno escalofrío", no?
  • - Sí, eso dice Antonio Machado del chopo. Y también habla de los eucaliptos, el pino, los olmos... la encina... Es un largo poema que lo titula "Las encinas". "¡Encinares castellanos/ en laderas y altozanos,/ serrijones y colinas/ llenos de oscura maleza, /encinas, pardas encinas; / humildad y fortaleza!". Así comienza el poema. Y sigue con el roble. "El roble es la guerra, el roble / dice el valor y el coraje". "El pino es el mar, el cielo y la montaña..." "Las hayas son la leyenda. /Alguien, en las viejas hayas, leía una historia horrenda de crímenes y batallas..."
  • - ¡Mira, a un lado los chopos y a otro las encinas! -señalé hacia un prado.- ¡Qué hermoso ramillete de encinas!
  • - ¿Ves, Estrella, cómo señorean en medio del campo? Tan redondeadas, tan compactas, sus hojas siempre verdes, sea invierno o verano, haga frío o calor... Escucha lo que dice el poeta: "...ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena,...". Es eterna. Hay encinas milenarias. Cerca del Castillo verás unas encinas enormes que tienen cientos de años.
  • - Te oigo hablar con ese entusiasmo de las encinas y mi padre viene a mi memoria. Recuerdo la veneración con que cuidada las encinas y los robles de un pequeño bosque de su propiedad. Estuvo años intentando que yo supiera diferenciarlos. "¿Esto que es?, ¿encina o roble?", me preguntaba cuando caminábamos en medio de su bosque. Y yo siempre me liaba. Lo que me costó diferenciarlos. La encina es de hoja perenne; los robles pierden la hora en invierno. Ahora ya lo sé. Pero cuando me lo preguntaba mi padre, no sabía si la hoja se le caía al roble o a la encina. "Fíjate en el trono, -se desesperaba-, el de la encina es negro".

De nuevo, se hizo el silencio entre nosotros.  Me sentía extraña cabalgando por aquel lugar tan deshabitado. Sólo llevaba unas horas por aquellas montañas y mi vida en Valencia -más de treinta años-,  quedaba fuera de la realidad, como algo soñado.  Escapaba por las patas traseras de Mego, a modo de tubo de escape, en una espiral que se estiraba y agrandaba en el aire hacia el cielo.  Mis hijos, mi pobre marido, la tienda de ultramarinos, el motocarro, el reloj de pared que trajimos de Suiza, el puesto ambulante de pijamas..., mi nieta.  Todo ello revoloteaba en el aire,  atraído por esa espiral, para perderse en la lejanía y, así, dejar sitio a todo lo que vendrá en esta nueva aventura.

La travesía por el valle tocaba a su fin.  El sendero comenzaba a enfilarse de nuevo entre dos montañas. Íbamos al encuentro de unos nubarrones negros que no auguraban nada bueno.  ¡Mamma mía!  Lluvia, no, por favor.

Las caballerizas

Las caballerizas

 

Las caballerizas en la Fonda de Avelino eran una prueba evidente de que el viaje en coche había terminado. 

Por la mañana, me levanté con nervios en el estómago.  Ramón, en cambio, cantaba en la ducha "La donna in movile".  El nuevo trance al que me enfrentaba era difícil de asumir.  Viajar sobre el lomo de un mulo -aunque fuera manso-, montaña arriba y montaña abajo  y guardar el equilibrio sin caer, no iba a ser coser y cantar.  Y eso en el mejor de los casos porque también podría llover y no encontrar nada mejor para protegernos de la lluvia que un árbol.

Después de desayunar, cogimos nuestro equipaje y  salimos a la calle junto a Avelino, el dueño de la fonda.  Amanecía.  Entre la niebla se divisaban los restos de lo que fueron una docena de casas convertidas en ruina.  Un pueblo más de tantos pueblos abandonados en Castilla del que Avelino se había hecho el dueño. El único edificio que se mantenía en pie era la fonda y las caballerizas que se extendían hacia una enorme pradera verde. Caballos, yeguas y mulas esparcidos por el prado, se acercaban al trote a la entrada donde un criado repartía la hierba seca de un fardo.

Nos adentramos en la cuadra junto a Avelino. 

-         Aquí está Valerio. -Señaló la caballeriza número 4.- Espléndido, eh?  El preferido de Julio.  No hay otro caballo que el criado mime más que a éste.

Era un caballo blanco que rumiaba hierba en aquel momento.  "El caballo del que tanto me habló Ramón", pensé.  Su cara afilada me pareció guapa. Ojos negros que derrochaban la viveza y alegría propia de su juventud. ¡Qué gracia! Sus cejas también eran blancas. Y las crines se volvían doradas en las puntas, lo que le daba un aire mágico.  Ramón se abrazó, y Valerio, dando saltos con las patas traseras, relinchaba de contento.   Lo acarició repetidas veces antes de abrir la puerta para sacarlo de allí.

-         ¡Julio! -llamó Avelino a su palafrenero-.  Ayúdame con las mulas. Saca la mula rubia y le pones los cestos para llevar la carga.  Ya sabes, la número 10.  Colócale los cestos.  Metes, a un lado, el equipaje y, al otro, las bolsas de comida.

Avelino se adentró hasta el fondo de las caballerizas y sacó un mulo negro.  Lo vi venir por el pasillo hacia donde estaba yo, junto a la puerta exterior.  Me pareció que me miraba con ojos asustadizos.  ¡El pobre!  Como si supiera que le había tocado en suerte una pésima y pesada amazona.  Cuando le tuve ante mí pude ver su pelo.  Nada que ver con el de Valerio.  Opaco, ralo y, en la frente y la grupa, cerca del nacimiento del rabo, tenía el pelo arrancado a tirones.  Lucia negras calvas con costras.  Paticorto y...  ¿zambo?  ¡Ay, madre mía!, me estremecí. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, quería salirse por mi garganta. 

- Este es el mulo que he seleccionado para usted.  Se llama Mego. -Me dijo Avelino.-  Le puse ese nombre por lo manso que es,  -extendió el brazo con las riendas hacia mí.-  Aunque no resulte lucido a la vista es una joya de jamelgo.  En más de una ocasión, le sacará de algún problema imprevisto de los muchos que esconde la montaña.

Avelino me ofreció las bridas que, por supuesto,  no cogí.  ¿Cómo iba a hacerme cargo de aquel animal, así, de repente?   ¿Ramón?  ¿Dónde estaba?  ¿Qué hacía?   Le busqué, angustiada, con la mirada.  Allí estaba, junto a su caballo, como era de esperar.  Revisaba los cascos y herraduras.  Era evidente que se había olvidado por completo de mí.  Y yo, abandonada en un trance tan difícil, estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. 

-         ¡Ramón! -chillé.

-         Tranquilícese, señora -me dijo Avelino-, nunca le pasó nada a quien montó este animal.  Aunque le azuce las nalgas con  palos o le salga al camino un rebeco o un oso, no cambiará su suave trotecillo por ello. Y también será rápido cuando tenga que serlo. Tener años no está reñido con la rapidez.  Se lo aseguro, señora, y la prueba la tiene en Ramón, del que nadie sabe los años que tiene.  Le conozco desde hace un montón de ellos y siempre está igual.

-         Mi cejitas, -Vino Ramón a mí y me apretó contra sí-.  No te pasará nada, ya verás. Yo te ayudaré a montar.  Es muy sencillo.  Será más fácil que llevar las riendas del mulo cuando, de niña, te deslizabas sobre el trillo para desgranar el trigo en la era.  ¿Recuerdas?  Tu me lo contaste.  Dijiste que era uno de tus recuerdos más felices.  De pie, dabas vueltas en la era con las riendas del caballo entre las manos y dando gritos de alegría.  ¿O no era así?

-         Sí.  Pero aquello ocurrió hace muchos años.  Era una niña delgada y ágil.  Mírame ahora...  ¡Oh, Díos mío!  Jamás monté caballo, ni  mulo, ni asno, ni nada que se le parezca. En qué lío me he metido por hacerte caso.  Con lo bien que estaba en Valencia con mi puesto ambulante y mi motocarro.  Si es que me tienes hipnotizada...  Tiene que ser eso, me tienes hipnotizada.  Si no fuera así, ¿cómo iba yo a embarcarme en semejante aventura?

-         Estrella, sé que puedes hacerlo.  Nunca te hubiera metido en algo así si no supiera que eres una Cejasblancas. ¿Sabes lo que significa ser una cejasblancas? -Me apretaba con energía los brazos al tiempo que me hablaba con infinita ternura.

El criado esperaba con las riendas de la mula rubia a la que había acoplado un cesto a cada lado con el equipaje y los alimentos para el viaje. Avelino, que sujetaba las riendas de Mego, mostraba su nerviosismo e impaciencia al ver que nuestra conversación se alargaba sin fin.  El mulo se fue acercando a mí, me husmeaba.  ¡Ay!  Me lamió la mano.  La retiré con rapidez y eché un paso atrás.

-         Sólo quiere ser tu amigo, -me dijo Avelino-.  Creo que le caes bien.  Mientras habláis lo ataré a la anilla junto a la ventana, tengo que seguir con la faena.  Julio ata la mula y ve a limpiar las caballerizas.

Se fue con el animal y yo me quedé a mis anchas frente a Ramón.  Necesitaba vaciarme de toda la ansiedad que la situación, tan nueva para una mujer de ciudad como yo, me había creado.

-         ¿Qué?  ¿Qué significa ser una cejasblancas y vivir en un castillo? ¿Tal vez que, a mis casi sesenta años, volveré a vivir en los bosques a la intemperie como se vivía en la Edad Media?  ¿Es eso? -repliqué a Ramón.-  Porque entonces a lo mejor no quiero formar parte de ese grupo tan privilegiado.

-          No.  No se trata de volver a la Edad Media.  Se trata de hacer que la vida de los viejos, acorralados por la miseria y la enfermedad, sea más agradable.  A eso está dedicado el Castillo de Abuelolandia y la Asociación Cejasblancas.  Y tú eres una de los nuestros.  Lo sé. Tengo buen olfato para detectarlos y, mírate al espejo, tus cejas espesas y blancas, te delatan. 

-         ¿Mis cejas? ¿Esa es la prueba?  No me hagas reír.

-         No te pongas tan mordaz, Estrella.  Te  he confesado mi amor un montón de veces y, desde luego, no fueron las cejas las que me enamoraron de ti, si es eso lo que quieres oír. Sabes que son otras cosas. Como tu alegría, tu espíritu luchador, tu bondad, la viveza de esos ojos que bailan dentro de los párpados...

 Era de día.  La niebla se desvanecía dejando ver las nubes en el cielo y la montaña frente a la fonda.  Los pájaros se acercaban, con gran alborozo de trinos, para comer las migas de pan que Avelino les echaba.  Respiré hondo varias veces antes de contestar a Ramón.  Debía relajar mi tensión.

-         Dices que puedo ayudar en el castillo pero, la verdad, no sé cómo.  ¿Qué puedo hacer  para ayudar? 

-         Lo que hacemos los demás.  Salir al camino, a los pueblos, las plazas, los mercados, y detectar viejos solos y necesitados, averiguar en qué punto se torció su vida, qué lo motivó.  Conocer su sueño inalcanzado, su destreza enterrada en las catacumbas de su inconsciente, para: primero, sacárselo a flote; y después, crearle un espacio agradable donde poder disfrutar de aquello que, en su momento, no pudo ser.

-         Pero, eso es imposible para mí.  No podré hacerlo.  Ni siquiera puedo imaginar cómo lo puedes hacer tú.

-         No es fácil.  Todo tiene su técnica.  Pero en cuanto estés en el Castillo de Abuelolandia y Lendo te explique todo lo que se hace allí y te familiarices con ello, lo entenderás

-         No sé.  No lo tengo tan claro.  Pero, bueno,... ya habrá tiempo de verlo.  De momento, tengo la sensación de que me hablas de ciencia ficción.

-         Confía en mí. Estamos perdiendo un tiempo precioso.  Lendo lleva demasiado tiempo a cargo del castillo y la asociación.  Estará desbordado, por mucho que le ayude Olga...

-         ¿Olga?  ¿Quién es Olga?  Nunca me hablaste de ella.

Te hablaré por el camino.  Se hace tarde, hemos perdido un tiempo precioso. Te ayudaré a montar en el mulo. - Fue a por él.- Ven, toma las riendas.  Así..., que queden flojas.  Ahora, pon el pie izquierdo en este estribo.  Muy bien.  Carga tu peso en él..., levanta el cuerpo..., pasa la pierna derecha al otro lado..., apoya el culo sobre la silla y mete el pie derecho en el estribo.  Muy bien.  ¿Ves?  Ya está. ¿Te encuentras cómoda?

Con mucha paciencia e infinita dulzura, durante diez minutos Ramón me explicó las cuatro reglas que hay que saber para manejar un animal así.  No me pareció muy distinto a manejar la motocarro por la ciudad, con todo el tráfico de vehículos y peligros que encierra.  Y, además, desgranar trigo sobre el trillo tirado por la mula, también me sirvió de experiencia.

Ramón cogió las riendas de la mula rubia y la ató a la silla de su caballo.  Luego se montó.

-         ¡Adelante! -dijo.

Golpeé con mis botas suavemente en la tripa de Mego, como me dijo Ramón que hiciera, al tiempo que dije: "arre, arre". 

El animal se puso en movimiento.  Aquello funcionaba.  Me coloqué por delante de mi querido cejotas que miré con los ojos más bizcos de amor que jamás se hayan visto antes.  Le admiré como un hombre muy especial.  Era un tipo de hombre que, en mis 58 años de existencia, nunca antes había conocido. 

Cogimos dirección a la montaña por un sendero con matojos a ambos lados. Cada paso que daba, sentada sobre aquel manso animal, me serenaba un poco, y pensé que Ramón tenía razón, que no era para tanto, ni tan complicado. 

Estrella inicia la aventura

Estrella inicia la aventura

 

Ramón, ¿nunca has tenido curiosidad por saber cómo habría sido tu vida si hubieras nacido mujer?

La idea me surgió de pronto y se la solté.

Hacía un par de horas que había amanecido y diez minutos que me había despertado. El sol se desparramaba por la aridez de los campos de Albacete -¿o tal vez Cuenca?, no estoy segura por donde circulábamos en ese momento-.  Ramón y yo íbamos cómodamente sentados en el espacioso asiento trasero de un taxi en el que una pared de cristal nos separaba del conductor.  El taxista, aislado, conducía el coche con tanta suavidad que debí dormirme antes de salir de la ciudad de Valencia.  Nada extraño, por otra parte, ya que, con los nervios y preparativos del viaje, apenas pude dormir las noches anteriores. 

Despierta, pero un poco soñolienta todavía, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, sin moverme, sin hablar, abrí los ojos y miré por la ventana. Seguí con la vista la morfología del paisaje como si quisiera grabarlo con mi cámara de video.  Al fondo, las colinas de color grisáceo, sombreadas en claro-oscuros y, a ras de carretera, nacían las tierras rojas preparadas para la siembra que se prolongaban hasta las elevaciones. Contemplaba, adormilada, el paraje, escudriñándolo, como un perro sabueso en busca conejos que cazar. 

Vestida con pantalón de cordura,  forro polar y botas de montañera, era evidente que dejaba atrás la ciudad y mi interés por lo que en ella ocurría, e iniciaba una nueva etapa de senderos embarrados, altozanos, tierras sembradas, corzos que te asaltan en el camino y... vaya usted a saber cuantas sorpresas más encontraría en mi itinerario al Castillo de Abuelolandia.

Y, así, con esa vestimenta, transformada en medio hombre, quise imaginarme a Ramón de mujer y, como no lo conseguí, surgió la curiosidad y la pregunta.  Ramón dormía.  Al hablarle, le desperté.

- ¿Qué? ¿Qué dices?

- Que si en vez de hombre, hubieras nacido mujer, ¿cómo crees que habría sido tu vida? -me echó una mirada sesgada de abajo a arriba, antes de contestar.

- Vaya preguntita, ¿no? ¡Ufff! No sé. Supongo que mi vida no habría sido muy distinta de lo que fue la tuya.

- Pues, también, vaya contestacioncita la tuya. No te has molestado en pensar nada. Eso no vale. Venga, di.

- Y, ¿tú? Dime, tú. ¿Cómo te imaginas que habría sido tu vida si hubieras nacido hombre?

- ¿Yo? Déjame pensar. -Hice una pausa-. Yo habría sido un aventurero.

- ¿Sí?, mi cejitas -me besó mis cejas blancas.- ¿Un aventurero?

- Sí, cejotas, sí. Un aventurero. Para viajar por países exóticos y conocer esas chicas de los cuadros de Gaugin. Durante años las contemplé en el Bar Larande y me parecían algo mágico. Conocer esas chicas, dormir la siesta en parihuelas, bajo la sombra de dos cocoteros y..., quién sabe si también me habría dedicado a pintarlas como hizo ese pintor.

- Pero eso también podrías haberlo hecho siendo mujer...

- ¿Síii...? ¿No te acuerdas cómo eran las cosas en España hace unas décadas? Las mujeres sólo salíamos de casa de nuestros padres para entrar en la casa de nuestros maridos. -Me quedé un momento pensativa.- En realidad, -continué-, ni se me habría ocurrido hacerlo. Aprendía de mi madre a limpiar la casa, cocinar, cuidar de los mayores, limpiar la pocilga de los cerdos..., ya sabes. Aprendía a ser una mujer de provecho.

- ¿No puedo creer que sólo para conocer un país exótico te habría gustado ser hombre? ¿Quién te impide ir allí? A Tahití, a las Islas Polinesias... Desde hace años, las mujeres en España sois autónomas. Seguro que allí habrías encontrado un montón de hombres dispuestos a espantarte las moscas mientras descansabas en tus parihuelas.

- La vida aventurera se lleva de joven o no se lleva. Después, nos volvemos temerosos, acomodaticios, sin dinero no viajamos. Y yo nunca he tenido de sobra. Y, además, a mí no me gustan esos hombres tan negrotes..., parecen muy brutos, salvajes. Nada que ver con sus mujeres, tan lindas, tan delicadas. Van semidesnudas y no les avergüenza hacerlo, su cuerpo lleno de flores y de color , adornadas con coronas, collares, pulseras... Ves sus caras, serenas, inocentes, sus ojos negros brillantes, sus ademanes suaves, y sólo con tenerlas cerca te hacen sentir esa placidez que parecen poseer. Te trasmiten su felicidad.

- A ver si va a resultar que vas a ser lesbi...

- Ni se te ocurra decirlo, cejotas, ¿eh?... Y ya me has llevado a donde no quería. Ahora dime tú. Te toca a ti. ¿Cómo te ves de mujer? Venga, di.

- ¿Yo? Pues mira. Habría ido a las Islas Polinesias, tomaría el sol desnuda para ponerme tan morena como las mujeres de allí. Me dejaría crecer la melena que teñiría de negro azabache, me adornaría con flores el pelo, el pecho, los tobillos..., y, bajo la sombra de un cocotero, me habría dedicado a esperar a un hombre, un tal Estrello, que iba a llegar de España para encandilarle con mis encantos... ¿Qué te parece?

- Que eres un embustero, -le dije antes de estamparle un beso en cada una de sus cejas y pellizcarle la punta de la nariz.

- Menudas fantasías tienes en la cabeza, Estrella..., que luces con luz propia.

- ¡Es lo mismo que me dijo mi hijo en la carta! ¿Te acuerdas? "Estrella que luces con luz propia".

- Porque tu hijo Vicente tiene algún poder mental heredado de ti. Intuye que eres una mujer especial, que comienzas una nueva etapa en tu vida. La vida no acaba con la vejez. Eso es mentira. Existe un lugar donde es posible volver a empezar, hacer aquello que, por las circunstancias de la vida, tuviste que renunciar. ¿No tienes curiosidad por saber qué te espera en el Castillo de Abuelolandia?

- Tengo que hacer una parada, -cortó la conversación el taxista.

Después de media hora de descanso en el área de servicio, que aprovechamos para orinar y tomar un café, volvimos a emprender el viaje.  Cruzamos Cuenca y en Guadalajara paramos a comer.  Por la tarde, seguimos haciendo kilómetros en dirección norte, nos adentramos en la provincia de Burgos, tan larga, tan sin fin... y ya no tuve conciencia de haber salido de ella.

De noche, paró el taxi en un pequeño pueblo llamado Opio, frente al único edificio en el que había luz.  Allí bajamos del taxi, cogimos nuestro equipaje y buscamos la puerta para entrar. 

"Caballerizas y Fonda Avelino", decía el letrero iluminado.

-   Desde aquí continuaremos el viaje a caballo, -me explicó Ramón.